Marie

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Una incierta noche de los pininos de octubre, en la que salía a florecer mi cansancio y ansiedad producto de un angustiante recinto de aprendizaje, caminaba yo a las afueras de aquel lugar, en busca de algo de paz que acallara a mis pesares juveniles, frutos de un fracaso. Y ahí, en la quietud noctámbula, mis húmedas cuencas oculares vieron a cierta silueta femenina, cuyo aspecto solía parecerme conocido, pero no común, sentada en una desolada banca y plasmando ciertos trazos en un cuaderno.
—Mujer hermosa —mascullé, para mí mismo—. ¿Quién será esa señorita que, ermitaña, yace en esa banca?

Aquella dama, en el frío noctívago de la penumbra, no se valió de alguna palabra o mirada cautivadora; mas, ciertamente, la incertidumbre de su figura en los aires de la noche dibujaba en las sombras de una lumbrera una imponente silueta, cuyo retazo erizaba hasta la más mínima célula del hombre que la mirase. Tan grande era la curiosidad que carcomía los fragmentos de mi alma, que entró en conflicto con mis impulsos de vergüenza en una absurda balanza, sin medida ni sistema, que declinó su peso hacia la impulsividad de mi corazón en lugar de al razonamiento del cerebro.
—Ya otras mujeres mis sentimientos han roto —balbuceé—. ¿Qué más mal hará, pues, que esta susodicha atente a quebrar un corazón que no existe ya?

Sin vacilar más tiempo en mis delirios, acerqué mis pasos hacia ella, olvidando por completo que era yo un penitente andante cumpliendo con la condena del desamor... desamor, clavo oxidado y estancado en mi lúgubre alma, por culpa de señoritas pasajeras de nombres que en mi cuaderno yacen ya olvidados, pero cuyas cenizas de sus partidas siguen ensuciando las paredes de la caja que solitaria habita en mi pecho. Olvidándome ya de eso, me puse en pie, erguido ante la fémina que se postraba en la banca, con su rostro perdido hacia las páginas de su libreta o diario. Y yo, sin titubeos y con aires de primitiva masculinidad, saludé a la misteriosa muchacha:
—Disculpe, señorita, incomodarle es la última de mis intenciones. Mas acontece que en plena cúspide del frío noctívago de la penumbra, solitaria la contemplé en esta desolada banca, y tan solitaria la vi que me fue imposible no conmoverme y desear hacerle compañía.

En aquel instante, sus labios no se abrieron ni su garganta emitió sonido alguno. La señorita solo elevó su rostro, quedando en dirección hacia mí y, mientras se estancaba su mirada café en mis ojos, dibujábase en su rostro una infantil e inocente sonrisa. Y a la luz de su mueca, contemplé la cumbre de la hermosura: cabellos castaños, finamente peinados, que hacían juego con la blancura y pureza de su piel; las comisuras de sus labios de color fresa, brillantes, como brillante es el imponente sol en el amanecer; en sus ojos, unas gafas para cuidar su discapacidad visual. Todo eso, reluciendo divino, cual obra de arte en el museo de su sensual silueta, tallada por el Creador. Ciertamente, no había encontrado semejante belleza antes en mi vida. Sin embargo, no supe discernir si mi asombro se debía a senda hermosura, o al contacto intimidante que sus ojos hacían con los míos, robando mis palabras y aniquilando mis sentidos.
—Si la conozco de algún lado, agradeceré me lo digáis —continué—. Porque, en verdad, vuestro lindo rostro permanece revoloteando en mi mente, mas no consigo reconocerla aún. Decidme, señorita, ¿cuál es vuestro nombre?

Intentaba mostrarme maduro y sereno, pero eran anuladas mis intenciones cuando en aquel momento, algo más impactante que el contacto visual de esa señorita hizo un macabro acto de presencia. Como si fuera de la nada, una horrenda silueta humanoide emergió de las sombras del frío de la noche, postrándose a espaldas de la dama. Era su cuerpo negro como la penumbra y cubierto por vendas alrededor de él como si fuese una momia; sus ojos amarillos, como de bestia; sus manos afiladas, su cabeza cubierta como de una capucha rasgada y, en su espalda, descansaba agarrada una hoz de tres puntas con sangre negra brotando del filo de estas, observándome como observa un demonio a una inocente alma. Cuánto me espanté al ver tan horrorosa criatura que emergió de los umbrales de la nada y no comprendía qué buscaba con su presencia, y menos qué era esa bestia para la dama en frente de mí. Erizado, me postraba erguido mirando el horizonte, hasta que una voz hizo regresar mis pies a la tierra.
Marie —pronunció, dulcemente, la muchacha delante de mí, volviendo a clavar su mirada negruzca en mis ojos—. Marie es mi nombre.

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