Tiempo

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Mientras escuchaba plácidamente las notas del piano, cálidas y melancólicas, tomaba un café muy caliente y cargado. El sonido de dos relojes de manecillas era lo único que interrumpía que disfrutara la música, pero eso no le molestaba ni lo perturbaba de su ensimismamiento. En ese instante todo era perfecto. Todo estaba en su lugar, hasta el cuadro de un pájaro rojo  que había hecho su padre cuando él era niño, lo miraba fijamente como si su padre mismo lo estuviera observando. Una pequeña torre Eiffel y los lentes obscuros, todo estaba en donde debía estar. 

La temperatura del cuarto, tibia, inundaba sus sentidos con placer y con una belleza indescriptible, como de sanidad. Quizá solo la muerte produzca tal grado de armonía y de paz  - pensaba -. Era una tranquilidad tan serena, tan real que le hacía sentir como si estuviera en el preámbulo del cielo.

Descalzo, desnudo, sudado del cuerpo por el calor agobiante. Postrado frente a la pantalla de su ordenador, observaba a su alrededor y las cenizas de su padre, que lo acompañaban. Ahí, en ese "pedestal" en donde había puesto la urna. Disfrutaba de esa soledad que recreaba para sentirse libre de pensar, de disfrutarse, de innovar. 

Después de un año de encierro, y de la muerte de su padre, se sentía libre de nuevo. No todo era tan malo. Al fin y al cabo, esta situación había servido también para reencontrar viejas emociones y sentimientos y para meditar en el amor todo lo puede, que es lo único que libera el alma, hasta la de un moribundo y que la enfermedad puede convertirse en un aliciente cuando la vida se convierte en un infierno.

La edad y la experiencia acumulada pueden hacerte sentir la inseguridad que la tranquilidad trae aparejada - pensaba -, y en la incertidumbre morbosa del devenir. Disfruta el hoy, era la máxima de su padre que él creía que estaba poniendo en práctica al darse el lujo no sólo de hacer lo que quería, sino de darse tiempo para ser auténtico, para crear, para comer lo que quisiera, para dejarse llevar como una hoja que el viento arrastra, quizá una tormenta. ¿Eso es la felicidad? Se preguntaba a sí mismo, mientras la música de piano sonaba con más fuerza creando un estruendo en su mente que lo apartaba de esos pensamientos.

Después de unos minutos la armonía se había disuelto. Tic, sonaba, luego un pequeño silencio, tac y se repetía. Primero sonaba el grande, el de pared, el de fondo plateado. Tic. Luego el verde, el que tiene alarma - esos relojes baratos que venden en los tianguis - Tac. La armonía y serenidad que sentía no había durado más de cinco minutos. El sudor empezaba a molestarle. Se le metía entre el culo. El café que había estado bebiendo desde la mañana olía a rancio en su boca y le recordaba que tenía que operarse la sinusitis. 

Empezó a sentirse incómodo con todo, con los segundos que sonaban, con los kilos de grasa que había ganado en el encierro, con el olor a mierda del baño de al lado y de sí mismo. Solo unos instantes duró la felicidad que por un momento sintió. Entonces recordó, con el frío de la loza que pisaban sus pies, aquélla que él mismo mezcló con sus manos y dejó bien puesta. También el olor a putrefacción le recordó lo que en sueños se le aparecía una y otra vez, y lo hacía despertarse en medio de la noche, ansioso y angustiado. Quizá después de veinte años ya no haya ningún rastro - se dijo así mismo - mientras se rascaba un grano de la espalda y se secaba el sudor del cuerpo y de la cara con un trapo sucio que durante tres años sirvió como playera y pijama.

Él mismo escarbó, a veces con sus manos, a veces con cubetas, a veces con utensilios de cocina. Le llevó cuarenta días hacer el hoyo en el que escondió el cuerpo atropellado de una persona a la que arrolló con su carro, esa noche que regresaba de su trabajo. Su madre ya le había advertido antes que reparara o cambiara las piezas y la maza del freno que el mecánico había recomendado. Dos días antes casi atropellaba a Justin - el perro chihuahua de su madre - pero eso no fue suficiente para motivarlo a gastar su dinero "en esas tonterías". La rutina y la desidia ya se habían apoderado de él para ese momento, quizá mucho antes, cuando tardó cuatro años en concluir su tesis de grado. 

Nunca nadie fue a hacer preguntas, a investigar. Nadie preguntó nada, ni apareció en las notas del día. Él siguió su vida como si nada hubiese ocurrido. Solo los sueños y las pesadillas que venían de repente se lo recordaban, también su propio olor. 

De manera inconsciente o no, se fue alejando, de aquellos a quienes quería y lo querían, o bien, no era capaz de establecer relaciones duraderas. Siempre terminaba abandonando aquello que quería y a quienes lo amaban. Ahora, ya ni su madre lo visitaba.  En gran medida era el reflejo de sus acciones involuntarias, condicionadas por el deseo de su mente de escapar de esos recuerdos que le pesaban. 

Luego, después de unos segundos que se perdió en sus pensamientos, la loseta fría le entumió los tobillos nuevamente, subió hasta los intestinos y le hizo sentir náuseas. Sentía que las vibraciones que emitían esos dos aparatillos fraccionaban su vida entre momentos la paz y dolor, entre armonía y angustia, felicidad y tristeza. 

Luego, la música de piano lo tranquilizó nuevamente, y le hizo recordar momentos buenos de su vida, como fracciones, como fotografías o flashazos que se le venían a la mente: primero recordó aquél perro gris, parecido a un pastor alemán, vinieron a su mente esos ojos azules y la mirada expresiva de aquél animal que le habían regalado cuando pequeño. Luego, recordó con alegría cuando ganó, por primera vez aquella carrera dominguera de bicicletas y a sus padres acompañándolo. 

Así, entre cada pensamiento, su mente se puso en blanco, dirigió su brazo hacia su taza de café, bebió un frío sorbo de las mezclas del soconusco y recordó, por última vez, al ver la concha de mar, aquélla cena en el Club Med y el húmedo olor a anís de la toalla que le acercaron para secarse las manos, sin entender en ese entonces para qué servía. 

Se puso de pie y libre de sus pensamientos y recuerdos disfrutó del agudo dolor que sentía en el pecho, se libró por fin del calor insoportable, del sudor asqueroso que le emanaba, su olor personal y de la cada que olía a mierda, de todas las cosas terrenales. Mientras, los dos relojes retomaban la sincronía y la música de David Foster se desvanecía en sus oídos. Tic, Tac.

FIN.


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