Secundino

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En un mundo donde el exceso de radiación hacía ver normales a las merluzas de tres ojos y a los hombres con seis testículos, vivía Secundino

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En un mundo donde el exceso de radiación hacía ver normales a las merluzas de tres ojos y a los hombres con seis testículos, vivía Secundino.

Secundino era un hombre muy pequeño, de actitud pusilánime y sin personalidad. Era la clase de tipo al que se le cuela todo el mundo en la cola del supermercado, al que los camareros ignoran cuando los llama y con el que la gente tropieza por la calle. Simplemente, nadie reparaba en él.

Hacía más de quince años que vivía en un apartamento diminuto y gris situado a segunda línea de una playa de aguas contaminadas, como todas las aguas de aquel mundo. Pasaba tan inadvertido que sus vecinos lo miraban con cara de «¿pero y este tío quién es?» cuando coincidían en las reuniones anuales de la escalera.

Trabajaba de informático en una fábrica de «Enanos de jardín antirradiación». Era el segundo suplente del subdirector de datos internos. Su labor consistía en resolver las tareas de todos los cargos que iban por encima de él. Sobra decir que, a pesar de ello, nadie caía en invitarle a la cena de Navidad de la empresa, nadie pensaba en él el día de su cumpleaños y nadie recordaba ni su nombre.

Un día, cuando volvía a casa después de una dura jornada en su poco reconocido trabajo, un camión se saltó una señal de stop y arrolló su pequeño coche gris de segunda mano. El conductor no lo había visto.

El coche dio dos vueltas de campana, con tan mala suerte que lo hizo caer a las amarillas aguas del río que cruzaba la ciudad.

Secundino creía que se ahogaría tragando aquel apestoso líquido infectado, pero, lejos de morir, más bien había vuelto a nacer.

Una curiosa mutación se expandía dentro de cada una de sus células y un superpoder comenzó a crecer en él.

Al principio, Secundino pensaba que se trataba de un error de su banco, pero día tras día y prueba tras prueba, fue descubriendo lo que le estaba pasando: cada vez que tocaba a alguien, automáticamente le eran ingresadas diferentes cantidades de dinero, de la cuenta de esa persona directo a la suya. Pero ahí no acababa todo, lo más curioso era que el propio poder actuaba con cautela, ocultaba mágicamente los datos del receptor y extraía solo pequeñas sumas para no levantar sospechas.

Cinco euritos de la rubia administrativa, diez del chaval de los almuerzos, siete de la de recepción...

Poco a poco, Secundino fue reuniendo una verdadera fortuna. Vivía a todo tren sin que nadie se enterara de nada pues seguía siendo casi invisible.

Una mañana muy ajetreada entró al ascensor de las oficinas en hora punta. Sus desconsiderados compañeros, los que siempre le ignoraban, lo apretaban por todos lados hasta el borde de la asfixia. Le hacían sentirse muy pequeño, pero, lejos de agobiarse, sus labios se curvaron en una sonrisa de morboso placer, mientras se decía para sus adentros:
«Secundino, aguanta. Recuerda que la verdadera felicidad está en las pequeñas cosas: una pequeña mansión, un pequeño yate...».

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La casita de los microcuentos [Recopilación de micros y relatos breves]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora