La Vieja Masacre

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Paseaba silbando por la ribera del único río de las montañas rojas de Colorado, mientras caía la noche. A pesar de las advertencias de su padre. Ella, la princesa de los Cheyenes. Era su territorio, su casa.

Rozar los límites del agua era peligroso, pues si la luna llena trazaba el cielo, no podría evitar transformarse y los no vivos estarían dispuestos a darle caza. Sin embargo, a ella no le importaba.

Cada atardecer la había vislumbrado allí, bebiendo un mar de sangre a lo lejos, y anhelaba seguir contemplándola. Analizándola. A ella, a la que llamaban «La Vieja Masacre». La llanera que llevaba demasiados siglos dando muerte a su tribu. Era, no obstante, el ser más hermoso que jamás había visto: la luz plateada teñía su piel y los restos de sangre de sus labios, resplandecían bajo la noche estrellada. 

Su silbido, fino y melódico, se transformó involuntariamente en aullido. La princesa, consternada, cerró los ojos, y al abrirlos, cayó hechizada por la belleza de los colmillos de «La Vieja Masacre» para siempre. Por toda la eternidad.

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