Tres horas hasta el fin del mundo

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Aquella fiesta era el acontecimiento más alocado a lo que alguien como Eric se había enfrentado nunca. Pese a llegar con relativa antelación (aún no había anochecido) ya había más de un valiente que se había bebido su peso en alcohol y era incapaz de mantenerse en pie. Todo a su alrededor emitía, además, cierto hedor a "plantas quemadas", sudor y sexo. No sabía muy bien cómo había llegado a reconocer especialmente este último aroma, pero de alguna forma se lo podía intuir. Era incapaz de ocultar su expresión de sorpresa y repugnancia, tratando de buscarse algún sitio en condiciones decentes en el que poder sentarse y librarse durante unos segundos de lo que parecía un pequeño ataque de ansiedad.

Abraham, en cambio, estaba en su salsa. Nada más entrar había chocado la mano con un mínimo de siete personas y había compartido una calada de porro con al menos tres. Además, al tratarse de la sala comunal de su hermandad, sabía perfectamente a donde dirigirse para conseguir algo de beber. Al fondo de la sala había una especie de barra, la cual en ese momento estaba siendo ocupada por una chica en sujetador rodeada por un grupo de personas bebiendo chupitos de su ombligo. Abraham trató de rodearla, pero inmediatamente fue interceptado por la chica y el grupo para que se uniese a la fiesta. No era algo que fuese buscando precisamente, pero tampoco le hizo ascos. Así que, con toda la tranquilidad que lo caracterizaba, cogió la botella de licor de chocolate que le habían ofrecido, llenó el ombligo de la muchacha, se recogió los mechones de pelo sobrantes con una mano y procedió a tomarse el primer trago del día mientras era vitoreado por el resto del grupo. En ese momento la chica decidió incorporarse ligeramente, apoyándose en sus codos y observó a Abraham, ligeramente abochornada y sorprendida. Maldijo a su suerte. Con lo grande que era el campus y tuvo que toparse de primeras y semidesnuda con un compañero de clase con el que compartía grupo de trabajo. Y ojalá fuese solo eso, porque además le gustaba muchísimo.

—Abri... Ho... hola... —saludó la chica, casi tartamudeando sus palabras.

Abraham, que tampoco se lo esperaba, la saludó incómodamente levantando un poco la cabeza con los hombros apretados y ambas manos en los bolsillos.

—Eh, hola, no quería interrumpir... Venía a por un par de birras. Esto... Pásatelo bien... —No sabía muy bien lo que decir, por lo que comenzó a hacer maniobras de retirada, terminando de rodear la barra para alcanzar el arcón frigorífico con las cervezas por las que había venido para finalmente dirigirse a la ubicación donde Eric había decidido tomar asiento—. Traigo algo de beber. ¿Te lo estás pasando bien? ¿Se sabe algo de la innombrable?

La llegada de Abraham fue un regalo caído del cielo para un muy alterado Eric. Que se sentase a su lado fue casi como un calmante para caballos. Tenía demasiadas dudas en su cabeza que necesitaba expresar con alguien de confianza. ¿De verdad era buena idea que estuviese allí? ¿Era aquel realmente su ambiente? ¿Conseguiría pasárselo bien? Y la más importante de todas: Si de verdad era el fin del mundo, ¿era aquello lo que realmente le gustaría estar haciendo?

—No la he visto aún y no sé si me lo estoy pasando bien. Creo que estoy muy nervioso, no sé cómo lo haces tú para encajar tan bien... —Eric levantó la vista y trató de hacer contacto directo con Abraham, quien lo miró de vuelta con los ojos ligeramente enrojecidos mientras se ponía cómodo en el sofá, ocupando dos asientos de espacio al abrirse de piernas y brazos.

—Supongo que paso aquí bastante tiempo, la gente me conoce; tú eres un desconocido. Y no te preocupes, es normal estar nervioso. Es tu primera fiesta de este calibre. Trata de beber algo, te lo pasarás mejor borracho—respondió con parsimonia, ofreciéndole una de los dos botellines de cerveza que había traído consigo a su amigo.

Eric sujetó la cerveza con ambas manos, observándola extrañado. Era la primera vez que iba a probar la cerveza así que tampoco sabía muy bien qué hacer con el botellín, por lo que su primer impulso fue buscar desesperadamente un abridor con la mirada. Abraham, al darse cuenta de esto, le arrancó el botellín de las manos y usó sus dientes para abrir el tapón (era un experto haciendo eso) devolviéndole de nuevo el recipiente a su compañero.

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