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En treinta minutos estaban los tres niños en la mesa, con una pequeña porción de pasta. Eddie hacía demasiado ruido al succionar los fideos, pero de cualquier forma, la televisión que había acaparado su madre hacía todavía más ruido, el volumen estaba casi al máximo. Y Joyce pudo escuchar el programa de tele-compras sin problemas, aunque hubiera preferido no hacerlo.

—¿Quedó bueno? —preguntó Anais, mientras masticaba con la boca abierta.

—¡Sí! Mucho mejor que lo que cocina Joyce —contestó Eddie.

Joyce apenas parpadeó, apuñaló los fideos con el tenedor múltiples veces, se fijó en la marca sobre la mesa de madera. Era una línea recta, hundida. Estiró el brazo y colocó el tenedor en ese lugar.

—Gracias.

Un auto se aparcó en la entrada de la casa. Al comedor se unió un hombre de mediana edad, de tez tostada por el sol y cabello castaño canoso. Era muy similar a Joyce, era imposible negar el vínculo padre e hijo.

—Huele a pasta, y de la buena —el hombre se quitó la gorra y la dejó en la mesa— ¿Cocinó Anais?

—¡Por supuesto! —dijo Eddie.

Joyce puso los ojos en blanco y balanceó un puñado de fideos sobre su tenedor. Su padre se acercó a Anais y le dio un cariñoso beso en la cabeza, después tomó asiento a un lado. Joyce los escuchó hablar sobre el partido de béisbol de hoy, y sobre la gorra perdida que nunca encontrarían. Anais estaba muy entusiasmada por ir a ver a su hermano jugar.

Se levantó y se dio la vuelta para irse a su habitación.

—¿Voto de silencio?

—Sí —murmuró Anais.

—Ridículo.

Estaba viendo a través de la ventana en la habitación, que daba directo a la calle. Vio a Eddie subir al viejo auto con el uniforme del equipo, pero con una gorra de fanático. Vio a Anais riendo y saltando dentro igualmente. Su padre llevaba lentes de sol, se le veía feliz. Feliz...

De pronto Eddie bajó y deprisa entró a la casa. Joyce escuchó el rechinar de las escaleras y después los pasos detrás suyo.

—Olvidé mi guante —breve silencio—. Nos vemos luego.

Dos minutos y Eddie estaba entrando al auto de nuevo, pero con el guante puesto. Los oídos de Joyce zumbaban, pegó la frente al vidrio, y el cristal se empaño con la respiración, el pecho le ardía, y luego la cabeza también.

Recordó.




—¡Pero qué golpe! —gritó su padre tan emocionado que había vertido algo de cerveza en el sofá — ¡Dios santo!

La televisión mostraba el impresionante trayecto de la pelota, después una repetición de la pelota directo al bateador y el golpe de respuesta.

—¡¿Viste eso, Joyce?! ¡¿Lo viste?!

Joyce de siete años asintió emocionado, tenía una gorra del equipo al que apoyaban y una bolsa de papas fritas. Tenía poca edad, por lo que estaba sentado en el suelo para ver más de cerca la televisión.

—¡Van a ganar!

—Más vale que sí, aposté mi sueldo.

—Papá, quiero ser como él.

El pequeño Joyce se levantó y señaló con el dedo manchado al bateador.

—Lo serás. Serás uno de los grandes, Joyce. Ven acá —lo sentó a un lado suyo y le rodeó con el brazo— Joyce Western: el mejor beisbolista de todos los tiempos, ¿cómo te suena eso?

¿Qué te llevó a eso?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora