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—¿Qué demonios pasa contigo, Joyce?

—Vámonos, este lugar me da escalofríos —dijo Anais mientras tomaba a Joyce por el hombro.

Joyce hundió la mano en la tierra. Sabía que, si se esforzaba, podía encontrar los restos del perro, pero ahí estaba Anais y su petición, por lo que prefirió seguir a su hermana. Dejó la navaja y continuó el camino.

—Eddie, no te separes.

Pidieron dulces en un par de casas más. Joyce comenzaba a aburrirse, por lo que se quedó en la acera mientras sus hermanos se adentraban al jardín de una nueva casa. Abrió la envoltura de una paleta con forma de calabaza, esperó.

—¡Ahí está nuestro compatriota! —gritó Karl desde el otro lado de la calle.

Karl golpeó a Joyce en el hombro una vez que lo tuvo lo suficientemente cerca. Posteriormente, le arrebató la máscara y la paseó de mano en mano.

—Estás un poco mayor como para disfrazarte, ¿no crees? Y muy mayor para pedir dulces. ¿Cuántos tienes? ¿Siete años?

Karl reflejaba la sonrisa de la aceptación que Joyce siempre luchaba por ver. La aceptación sencilla e inmediata, pero al mismo tiempo tan mediocre que no le costaba sentirse digno de aquello.

—Sólo estoy cuidando a mis hermanos— contestó.

—Aburrido —Karl se puso la máscara.

—¿Has visto a Lane?

—¿Por qué debería de saber dónde está Lane? No somos pareja —ignoró a Eddie y Anais— ¿Sabes que deberíamos de hacer?

Anais miraba con desaprobación, le fastidiaba Karl, había lidiado con él en muy pocas ocasiones, pero suficientes como para formarse un criterio propio. Eddie, por otro lado, estaba intimidado por aquel muchacho alto, robusto, y con la mirada escondida por la sombra de la máscara.

—Deberíamos de ir a la casa del terror, hay una en el vecindario próximo. Ya sabes, de esas que se arma la gente para rascar unos cuantos dólares, ¿qué opinas?

—No quiero —murmuró Eddie a Anais.

—No te pregunte a ti, niño. Estoy hablando con tu hermano.

—Vale, hay que ir —dijo Joyce con simpleza.

— Pero nosotros no queremos —gruñó Anais.

Joyce hizo una pausa. Hubo una pequeña lucha interna en sí mismo, pero que al final logró terminar con un:

—Vamos a ir. Será rápido.

En quince minutos ya estaban en la dichosa casa. Pagaron a una mujer de aspecto descuidado que recordaba mucho a la madre de Joyce. La entrada de la casa estaba llena de un centenar de calabazas, y la sala principal tenía montada una falsa escena del crimen, con cinta amarilla, sangre, cuchillos y más. Muy bien trabajado, a los ojos de Joyce. La cocina tenía postres que simulaban ser partes humanas, había muchos niños acompañados de sus padres que observaban todo con genuino terror.

—Qué ridículo. No pagué cuatro dólares por un paseo infantil —dijo Karl con odio.

—Por favor no salgan de las zonas del recorrido —dijo otra mujer sonriente, seguramente la verdadera dueña de la casa, quien estaba disfrazada de Drácula.

Karl se quejó durante todo el paseo por la primera planta y estuvo así durante el trayecto por las escaleras. La segunda planta estaba decorada con bolsas que simulaban tener personas dentro, Karl pateó una de estas bolsas y dijo:

—Hay que largarnos, esto es patético.

Eddie estaba feliz de que fuera patético. Caminaban de regreso cuando Karl se detuvo en una ventana con vista al patio de la casa:

¿Qué te llevó a eso?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora