Parte I (Inicio)

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Anoche volvió a hablarme la luna llena. Me advirtió, como la primera vez, sobre la sangre, pero dijo que esta vez será más abundante y que no correrá únicamente la mía. 

Sé, por supuesto, que dice la verdad.

La luna llena solo me habló con claridad por primera vez dos días antes de mi primera sangre. Cuando era niña, percibía únicamente un susurro, una especie de murmullo, como si algún mensaje tratara de abrirse paso desde el cielo hasta el centro de mi cerebro. Dos veces traté de explicárselo a mamá: cuando tenía tres años y cuando tenía seis. Quisiera no recordar su burla, aunque me parece que la segunda vez aquella burla trataba de disimular algo parecido al miedo. Aquella burla fue su forma de negarse a sí misma que había dado luz a un monstruo.

También traté de explicárselo a mi hermano Kevin, el otro monstruo del que mamá no se arrepintió de dar a luz, si bien después de su transformación no pudo ocultar la vergüenza. A él traté de explicárselo cuando tenía cuatro años, en la época en que todavía no lo había visto sin su máscara. Estábamos juntos en la terraza, contando estrellas, una costumbre que teníamos desde cuando aprendí mis primeras palabras. Cada noche contábamos las estrellas del cielo y cada noche obteníamos un número diferente. El año anterior le había preguntado a mamá si podía oír la luna, y su respuesta, aunque había tenido un tono amable y tierno, me había ofendido... sin que me diera cuenta del todo, porque no tenía edad para saber lo que era una ofensa.

—No seas bobita —había dicho mamá—. La luna no habla.

Pensé, entonces, que mi hermano mayor respondería algo similar cuando le dije:

—¿No oyes la luna? Hace tiempo está tratando de hablarme.

Fue la primera vez que Kevin me miró como el monstruo que era; solo que tardaría un poco más para comprenderlo. Era él quien me había enseñado la mayoría de las palabras que conocía, y quizás por eso no se le hacía extraño que a mi escasa edad pudiera formularle ese tipo de preguntas.

—¿Segura que's la luna? —preguntó, con ese nuevo brillo de sus ojos; quizá fue por efecto de la luna misma que no supe captar el peligro de esa mirada—. ¿Segura que no sos...  vos... tu propia mente?

La pregunta era difícil pero atractiva. No insistí esa noche con el tema, no sabía si mi mente podía llegar a engañarme así. No supe explicarle a mi hermano que el susurro celestial sólo aparecía en las noches de luna llena, un sonido suave y sedoso que ocultaba raíces de palabras.  Cuando cumplí cinco años, Kevin me enseñó lo que ocultaba en sus pantalones; aprovechó una noche en que mamá trabajaba hasta muy tarde en la madrugada, entró a mi cuarto y puso el seguro de la puerta. Se metió bajo mi cobija, antes de que pudiera darme cuenta de que no llevaba nada puesto.

—Ya sos grande —lo oí susurrar mientras se abrazaba a mí como si estuviera muriéndose de frío y necesitara pronto calentarse—. T'he visto bañándote y ya estás... muy grande... me podés curar.

Tendrían que pasar muchos años, casi diez, para poder comprender de qué me estaba hablando. Lo único que entendí entonces fue su súplica, tócamelo, sentí no solo su parte dura y viva (eso que intentaba escapar de su cuerpo), sino también lo fascinado que se sentía, lo asustado que se sentía, tócamelo hasta que se calme, tócamelo, así, con las manos. La primera vez, intenté apartarme, pero Kevin me agarró la cara con su mano derecha y con solo apretar los cinco dedos habría podido aplastármela, sentí que estaba dispuesto a hacerlo si intentaba esconderme, si gritaba por ayuda. A partir de la segunda vez, deduje que me convenía llevarle la corriente, porque a pesar de que aún no entendía lo que trataba de decirme la luna, en algún momento supuse que se trataba de una advertencia, algo así como él es capaz de matarte, es capaz de matarte y no le importa

Asumo que él creyó que empezaba gustarme y no tardé en percibir cuánto me beneficiaba que lo creyera. Caía siempre dormido junto a mí cuando por fin se calmaba, cuando escupía aquel pegajoso dolor. Aprendí cómo dormía y calculé una cantidad de veces de qué distintas maneras podría matarlo y en cuánto tiempo y qué estrategia pondría en curso para deshacerme de su cadáver.

Fueron muchas noches, muchísimas noches, incluso cuando mi mamá estaba en la casa, dormida en el cuarto de al lado. Estoy casi segura de que, después de tantos años, ella sabía perfectamente lo que Kevin hacía, pero fingía no saber nada. Varias veces la oí decir que mi hermano era el hombre de la casa y que yo tenía que obedecerle siempre.

Siempre.

Así que esperé hasta la noche en que tuve un sueño. Soñé con mi primera sangre, mi primera menstruación, y supe que estaba cerca. En el sueño, de mí nacía un río rojo, surcado por barcas de huesos, que atravesaba una selva más grande que todo lo que mis ojos alcanzaban a ver. Yo esperaba en la orilla que llegara mi barca y me distraía despidiendo a quienes pasaban en las suyas, siempre cubiertos de velos o de túnicas o de capuchas que jamás dejaban ver un solo rostro, pero todos eran cordiales, todos decían mi nombre, todos se alegraban de saber que nos veríamos más adelante. En el sueño, alcé la vista al cielo y vi que la luna era un rostro maltratado, poblado de fuegos que aún ardían, de chancros que supuraban viscosidades color naranja, de grietas que unas uñas furiosas habían trazado entre la boca y los ojos. En el sueño, supe que debía ofrecerle una máscara a la luna.

Una máscara roja para respirar mejor.

No sé cómo terminó el sueño. No lo recuerdo. Recuerdo, sí, que mi primera sangre llegó dos días después, y hubo una sombra en el rostro de mamá que fue peor que todas sus madrugadas de llanto. Peor que tantas tristezas de las que siempre fingía no darme cuenta. Soporté el dolor, el asco inicial, la preocupación de que hubiera tanta sangre y de que no fuera exactamente roja. Por lo demás, fue un día normal.

Pero hubo luna llena y sospechaba desde hacía días que mi hermano volvería a entrar en mi cuarto, a meterse bajo mis cobijas, a susurrar su letanía desesperada. Vi la luna, sentí que el susurro que me había acompañado toda la infancia era más fuerte que nunca, y al final oí su voz. Y supe perfectamente a qué se refería. A quién se refería.

—No esperes más —fue lo primero que me dijo la luna, cuando tenía casi trece años—. Mátalo mañana.


Blood Mask 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora