Parte II (Nudo)

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Cuando la llevo puesta, siento que sus ojos, los ojos de ÉL, ven a través de mis ojos. Mis ojos ven lo que vieron los suyos, los ojos de ÉL, la primera noche en que usó la máscara y anduvo por las callecitas del Sector 9 de Santacho, el rincón más temido del barrio. El centro de operaciones de Los Mexicos. Sus bodegas disfrazadas de talleres de mecánica automotriz. Sus garajes convertidos en iglesias cristianas y evangélicas y testiculares o seculares, o como se llamen. Varias discotecas y varios restaurantes. 

Cuando me la pongo, mirando la luna, veo los senderos que recorrió en silencio cuando aún no había matado a nadie. A través de la pantalla de la máscara, veo las fachadas de plata de las casas dormidas, las sombras blancas de los muertos vivientes que buscan comida en las bolsas de basura dejadas por los vecinos en las estaciones del camión naranja, las ratas cada vez más abundantes, los cadáveres que al día siguiente ocuparán las primeras planas de los periódicos que nadie leerá en los semáforos.

La máscara me muestra que su dueño anterior paseó montones de veces, montones de noches, por sitios tenebrosos a los que apenas les llegaba un poco de alumbrado público. Me muestra que presenció varios asesinatos desde los rincones ensombrecidos de callejones y parques, que anduvo sin descanso hasta los barrios caídos y decadentes al otro lado del viaducto, que recorrió sin detenerse un instante toda la orilla oriental del río Medellín, plagada de vagabundos y de drogadictos y de penosos enfermos mentales abandonados hasta el día de su muerte. La máscara me muestra que su anterior dueño comprendió muy pronto que solo podría cazar en Santacho, que era la cuna de los horrores de la última comuna, el barrio embrujado donde a Dios le encantaba no vivir, donde a nadie le importaba que Dios no existiera.

Yo no había ido nunca a ese barrio; yo venía del sector más sucio de Caicedo, del grupo de casas que crecían como maleza pantanosa a la orilla de la quebrada Santa Elena. Fui con las Princes, mis dos únicas amiguitas del cole,  pobrecitas ellas, tan perras, tan hermosas. Yo las dejaba que creyeran que me estaban enseñando a vivir la vida, a gozármela, a vibrar alto, a reventar como pólvora, a renacer, regia, como el Ave Fénix. Yo trataba de cuidarlas haciéndome la boba y la tímida y la inocente, pero ellas hacía tiempo que tenían ganas de matarse, de desbaratarse a punta de borracheras brutales y combinaciones de químicos muy fuertes y, en especial, con unas hijueputas orgías que me parecían bellísimas por lo a veces desenfrenadas y asquerosas.

Les fascinaba babearse, más que otras cosas, aunque también otras cosas, claro, pero bañarse en babas era lo más top; pude haber grabado en el celu unos cien videos de ellas babeándose la cara, el cuello, la espalda, las nalgas, los dedos de los pies, frotándose entre sí las vaginas brillantes de saliva, los senos todos babeados y lustrosos, y jamás me invitaban a hacer nada con ellas, y yo nunca se los pedía: nuestra amistad se sustentaba en que yo sería para siempre su única espectadora, la diosa carnal a quien se ofrendaba tanta lujuria tan hermosa y tan escandalosa. Me encantaba verlas y tocarme (ellas creo que ni sabían que yo me tocaba mientras las veía, ellas en su mundo, yo en el mío), pero me encantaba, sobre todo, cuando me contaban historias, historias que veían y leían todo el tiempo, libros calientes, cuentos de terror, Justine o los infortunios de la virtud, las novelas de una tal Gabriela Ponce, documentales brasileños sobre El Cobrador de Río de Janeiro: ese, por ejemplo, «las mataba», y ellas querían que las matara alguna vez, de verdad. Soñaban con ahorrar e ir a meterse en una favela detrás de la estatua del Jesús de brazos abiertos, y encontrar al tipo en su fortaleza de madera y marañas de cables y muros protegidos por encima con botellas de vidrio partidas, y babear entre las dos a la Ana Palindrómica, la esposa del Cobrador, y luego dejar que el Cobrador mismo, el Asesino del Machete, las tasajeara desnudas y babeadas y gimiendo como bestias. 

Decían lo mismo sobre otros asesinos famosos: se describían descuartizadas en un parquecito infantil, quemadas en un horno, encerradas y cagadas y muertas de hambre en una bodega sin ventilación. Llevaban la fantasía cada vez más lejos mientras más locas y huelidas y borrachas estuvieran, y por un tiempo me convencí de que sólo les gustaba imaginárselo y ya, creí que eran unas fanfarronas, que decían esas cosas en su cuenta de OnlyFans para ganar más y más suscriptores, que escribían esas pornofantasías sangrientas en After Dark para atrapar más lectores y recibir más votos. Llegué, de pronto, a imaginar que llegaría el día (la noche, probablemente la madrugada) en que se atreverían a rayarse la piel con navajas después de babearse y que ahí, por fin, entenderían el terror que en verdad les causaba la idea de hacerse daño una a otra. No eran sádicas ni masoquistas, eran unas loquitas excéntricas, hijas de drogadictos bien acomodados, sin miedo a no tener dónde caer muertas, unas rebeldes sin motivo, más educadas por la televisión y por el internet que por sus padres y sus profes, siempre añorando ver de frente el mundo de luces espectaculares que veían en sus celulares.

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⏰ Última actualización: Dec 29, 2022 ⏰

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