—¡Qué tal, señor Sandoval! —gritó en cuanto sus botas negras tocaron la tierra seca, levantando una nube café alrededor de sus vaqueros azules.
Lo dijo con volumen suficiente para que mi padre alcanzara a escucharlo sobre el ruido del motor del camión Thorton del año setenta apagándose, y con un tono alegre, de alguien que saluda a un viejo amigo, aunque nosotros no nos hubiéramos visto antes, al menos yo no recordaba haberlo visto en veranos pasados, en que vinieran a comprar la manzana de la plantación. Su voz sonaba alegre, feliz por estar en ese lugar y en ese momento, de tener la oportunidad de vivirlo; así era él, así es él, un completo optimista, y así hacía sentir a los que alcanzaba a tocar con su eco, o al menos así me hacía sentir a mí. Me arrancó una sonrisa instantánea, la primera.
Playera azul desgastada, sonrisa amplia, cabello revuelto, piel castaña, confiado de sí mismo pero sin la fanfarronería con la que muchas veces confundimos a la confianza. Era del tipo de persona que te cae bien desde el primer momento y de la que te gustaría que el sentimiento fuera mutuo, de la que te gustaría ser un poco como ella.
Se acercó hasta el monolito de piedra donde estábamos sentados nosotros dos, mi padre en la roca y yo en el suelo, donde jugueteaba con Tomasa, una de los cuatro perros pastor alemán de la hacienda y mi favorita, a quien habían traído los hijos del dueño dos años atrás junto con Max, otro de los perros. Nos habían sorprendido sus nombres cuando los trajeron. Los otros dos eran sus crías, las que no habíamos regalado de la última camada.
Los tres perros se habían acercado sigilosamente, encrespando el pelo negro y café a lo largo de sus columnas vertebrales, para examinar al extraño, lo olfatearon con desconfianza. Mi padre daba las últimas caladas a su cigarrillo sin filtro, siempre había fumado de esos. Sujetaba con sus dedos morenos la colilla blanca de papel arroz rellena de tabaco, una última calada y lo tiró al suelo, se puso de pie y pisó la colilla humeante con sus teguas de cuero cafés, expulsó el humo de sus pulmones y dio unos pasos para acercarse a saludar. Yo me quedé en el suelo, sujetando una rama que Tomasa intentaba arrancarme de las manos.
—No le hacen nada —le dijo mi padre mientras avanzaba hasta donde él estaba.
Él se había detenido y observaba a los perros a su alrededor, intentando descifrar sus intenciones. —A menos que yo se los pida —agregó mi padre y lanzó una carcajada después de decirlo, le extendió la mano derecha y él la sujeto en un apretón, seguido de un abrazo con unas palmadas en la espalda, y por último, otro apretón. Era el saludo formal entre dos hombres adultos. Luego inhibió a las tres bestias que pasaron a ser dóciles y amistosas.
—No te veía desde que estabas así de chiquillo, Leonelcito te decíamos —le dijo mi padre y llevó su mano a la altura de su cinturón, también de cuero como sus zapatos.
—No me acuerdo, ya ni en mi familia me dicen así —le respondió.
—¡Nombre! Pues de eso ya hace más de quince años, más o menos.
Detrás de él venía el chófer del tráiler, un hombre de mediana edad, moreno, más que él, casi como mi padre y bajito, es todo lo que recuerdo de él, nunca le presté mucha atención, ni a él, ni al otro que llegó una semana después. Fueron ellos dos quienes se alternaron para realizar los viajes hasta la plantación en los camiones con las cajas vacías, y de regreso con cientos de manzanas en sus interiores de madera y metal; para mí sólo fueron personas que lo acompañaron a él durante aquellos días.
Seguía sentado en la hierba fingiendo jugar con la perra, pero aprovechaba cada oportunidad para mirarlo, desde la punta de las botas hasta el último cabello negro. Se acercó para saludarme.
—¡Qué hay! Soy Leo —me dijo y me extendió la mano como lo había hecho con mi padre.
Me puse de pie.
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El Último Verano
Romance« ¿Cuál es la diferencia entre el amor y la pasión? » Camilo está a punto de cumplir dieciséis años y nunca antes se lo había preguntado, hasta uno de los últimos días del verano de 1989, cuando conoce a Leo y sus sonrisas. A partir de aquel día apa...