Nuevos dueños

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Recostada en su sofá, Ana descansaba los pies apoyados sobre la mesa del salón. Adoraba el silencio y a esas horas de la noche, la casa se sumergía en una total nada. Su rostro reflejaba el placer y sus hombros relajados dejaban claro que no pretendía moverse. Un golpe en el exterior la sobresaltó y arrastró sus pesados pies hasta la ventana. Una luz le cegó por un instante. Maldición, otra vez estaban aparcando un coche en su entrada. Ya no había respeto.

Decidida a no arruinar su noche de descanso, se encaminó hasta el baño, seguro que una relajante ducha, quitaría el estrés generado. Otro golpe, esta vez más cerca. Sus nervios se tensaron, ya no le estaba gustando. El pulso se le aceleró y tragó saliva tratando de controlar sus nervios. Primero fueron unos pasos y después un golpeteo incesante en la cocina. No podía ser, estaban entrando en su hogar y no podía hacer nada.

Lo mejor sería esconderse, pero ¿dónde? Debajo de la cama seguro que mirarían, en el armario también. Pero ¿qué debía hacer? Otra vez, era inevitable.

En una de las habitaciones, detrás del armario, había un pequeño recoveco, un diminuto espacio oculto que el dueño anterior usaría para guardar objetos valiosos. Eso le había dicho el día que la secuestró.

Sin pensarlo movió con cuidado el mueble y se introdujo en el orificio, doblando sus piernas y manos, quedando en una posición antinatural. Retorció la cabeza hacia un lado, la mandíbula se le abrió de una forma exagerada y desencajó la clavícula para terminar de esconder su hombro. Después cerró la pequeña puerta sumiéndola en una total oscuridad.

La Paz por esta noche se había terminado, los nuevos dueños de la casa habían llegado y no les gustaban los fantasmas. 

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