En la profundidad del abismo

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El señor Rodrigo Galindo tenía un trabajo desagradable. Un trabajo que su padre le había legado: una funeraria. El trabajo de la muerte. O más bien, el trabajo de lidiar con lo que la muerte dejaba a su paso.

Estaba cansado después de un día agotador y prefería irse a la cama y dormir un poco. Sus aposentos estaban en la planta superior de la casa funeraria. En el sótano estaba la sala mortuoria, donde los cadáveres eran recibidos y preparados para el velorio.

Esta noche tenía que lidiar solo con uno de ellos. Se trataba de uno de esos casos que, de haber tenido algo de compasión, le hubiese producido al menos un poco de tristeza. Una muchacha de apenas veinticinco años, se había ahogado, la habían encontrado muerta esa misma mañana, el cadáver fue encontrado flotando, atorado por un tronco que no permitió que lo arrastrara la corriente del rio.

El cuerpo estaba en buen estado y no había mucho que hacer. Ningún familiar la había reclamado y en el pueblo, nadie había dado aviso de su perdida; quizá fuera una extranjera o una visitante, así que la iglesia del pueblo había corrido con los gastos del entierro de aquella solitaria muchacha. No había más que drenar la sangre del cadáver, y maquillarlo un poco para hacerlo presentable. Quizás hacerle una sonrisa tenue, algo que hiciera pensar que dormía y no que estaba muerta.

Preparo los materiales e introdujo los tubos para drenas la sangre. Ya que toda la sangre había salido, fue por un poco de fluido para embalsamar, algo que mantuviera un poco más la lozanía del cuerpo. Era muy meticuloso con lo que hacía siempre. Maquillo el cadáver y le coloco el vestido que la caridad de alguna persona había regalado. Luego se dispuso a realizar el último paso: colocar el cadáver en el ataúd.

Fue entonces cuando se dio cuenta de lago: el ataúd que habían regalado era más pequeño que la muchacha. Solo quedaba una solución, y aunque era desagradable, no era más que eso: una forma de solucionar las cosas. Fue hasta uno de los gabinetes y tomo una sierra. Calculó -esta vez sí con precisión- las medidas, y puso la sierra en los tobillos de la muchacha. No era la primera vez que hacía algo así, pero nunca le terminaba de agradar ese maldito ruido del hueso cortándose como la rama de un árbol seco.

Terminando el trabajo, coloco a la muchacha en el ataúd, dejando sus pies en el fondo, como un par de juguetes olvidados. Solo la mitad de la tapa estaría abierta, así que nadie notaria lo que pasaba más abajo. Finalizado el asunto, llevo el ataúd hasta la sala de velatorios.

Las plañideras, esas mujeres que la gente contrata para que lloraran en los velorios, tendrían que estar por llegar. Llevado más por la costumbre que por la compasión, coloco unos claveles en los floreros de al lado del féretro. Estaba terminando de colocarlos cuando escucho un ruido. Al principio creyó que era algo de la calle, alguien que había pasado corriendo. Pero después de un rato, volvió a escuchar el ruido que venía desde adentro, de la propia funeraria.

-¿Ana, eres tú?- pregunto el señor Galindo pensando en su esposa.

Quizás las plañideras habían entrado ya. La mayoría de las veces dejaban la puerta abierta, y ellas se movían por aquel lugar como si fuera su casa. Pero nadie le respondió. El señor Galindo se quedó algunos momentos inmóvil. Quiso creer que solo había sido su imaginación, pero el ruido volvió. Definitivamente eran pasos. Pasos por la casa.

-¿Habrá entrado algún ladrón?-pensaba.

- si hay alguien allí, le aviso que estoy armado- dijo mintiendo.

Pero tampoco hubo respuesta.

Los pasos se dirigían hacia el piso superior. Sintió que todo su cuerpo se estremecía. Algo le decía que no se trataba de un ladrón. Los pasos se detuvieron justo al llegar al primer piso, donde él vivía. El señor Galindo supo que aunque el más absoluto horror atenazaba sus músculos, tenía que ir a ver lo que sucedía. Vacilante, se dirigió hacia la escalera. Noto que mientras más avanzaba, más fría estaba la casa, más húmeda. Y aquel olor. No era el olor de las flores. Era una mezcla de agua de rio, de plantas, de rocas.

-¿Quién está ahí?- dijo.

La escalera estaba casi frente a él. Entonces hubo otro ruido: el ruido de la furia del agua, ¡Olas!, cientos de olas estrellándose contra la pared... ¡Gritos!, Gritos de desesperación.

El señor Galindo llego a la escalera. Su horror no tuvo límite: allí arriba, en la cima, había dos pies de mujer, blancos como la muerte, seccionados a la altura de los tobillos.

-No, ¡No es posible!- murmuró.

Instintivamente comenzó a retroceder, pero los pies bajaron por la escalera y tras ellos, un agua espesa, negra, que fue cubriendo cada uno de los escalones, primero lentamente, pero luego como un torrente, como un caudal inagotable.

El señor Galindo quiso correr, pero tropezó y cayó al suelo. Su cara se contrajo en una mueca indescriptible de terror; extendió su mano como queriendo detener lo inevitable, pero fue inútil. Aquel mar negro y pútrido lo cubrió y entro por su boca, acallando sus gritos; le inundo los pulmones, lo ahogó sin remedio.

Las plañideras llegaron poco después. Entre alaridos destemplados llamaron a la policía, que dictaminaría más tarde que el señor Rodrigo Galindo había muerto ahogado, aunque, no incluirían en el informe policial los dos pies de mujer, seccionados por los tobillos, blancos como la muerte, que sostenía entre sus manos retorcidas por la agonía.


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