3 Cumbres borrascosas (Peter Kosminsky, 1992)

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ALEXANDRA SIMMONS


Debía admitir que mi amiga Nicoletta tuvo razón, al igual que mi madre Angélica, aunque al principio me resultara una elección poco acertada y de cobardes. Pues poner tierra de por medio, incluso un océano entre ambos, no solo ayudaría a alejarme de Jake Maverick, sino que, con el paso del tiempo, además, mitigaría en parte esa imperiosa necesidad de correr a su lado para rogar su perdón y, de paso, mi redención.

Sin embargo, si bien es cierto que, años más tarde, había logrado encauzar la adecuada dirección que debía seguir mi vida junto a mi hijo, pero no la de mi corazón, pues, esa parte de mi anatomía, aún seguía teniendo un dueño, ese enigmático vaquero de ojos grises que me enseñó muchas lecciones de vida, entre ellas, la de reencontrarme conmigo misma, con mi yo más genuino y dejar de ser la sombra de un hombre, la de Harris Mars para empezar a brillar con luz propia.

A fin de cuentas, vivir en Pienza resultó ser como un bálsamo para mi alma; una calma no elegida pero sí bien recibida y un punto intermedio de reflexión espiritual y sosiego emocional. Sintiéndome una privilegiada al residir en un lugar donde los otoños son suaves y algo melancólicos y las maravillosas primaveras prolongan el verde de los prados hasta el verano entre picos agrestes. Te juro que, en el mundo, no hubiese habido un entorno mejor para ver crecer a mi pequeño y respirar hondo, coger impulso o simplemente vivir. Ese quizás fue el paso más difícil... el de volver a sentirme viva, sin Jake Maverick.

***

A eso de las ocho de la mañana, una llamada telefónica me obligó a dejar de preparar el desayuno de Luca y a caminar hacia el salón antes de observar a la pantalla y responder. Era Gina Lombardo, la niñera que se ocupaba del cuidado de mi hijo por las mañanas mientras yo destinaba ese tiempo en llevar las riendas de la empresa vinícola de mis abuelos.

—Buenos días, Alexandra.

—Buenos días —le apremié confundida al tiempo que hacía malabares con la mano libre mientras deshacía la coleta y me ahuecaba el pelo, pues debía hacer acto de presencia en el despacho en menos de media hora y llegaba tardísimo—. ¿Ha ocurrido algo? ¿Cómo es que no estás aquí?

—Verás, mia ragazza, tengo una congestión de caballo y décimas de fiebre... así que no creo que vaya a poder ir questa mattina, incluso en un par de días. No quisiera contagiárselo al piccolo.

—¡Vaya por Dios! —musité con hastío maldiciendo a mi mala suerte que siempre estaba de mi lado—. Claro, claro, no te preocupes... Lo primero es lo primero. Recupérate y cuando te encuentres mejor, ya volverás a los cuidados de Luca.

—Gracias, Alexandra, sei un cielo —sus palabras de aliento me rechinaron en los tímpanos.

«Sí, sí, claro... ¡Un cielo sin estrellas! ¡Un desierto sin dunas! ¡Un mar sin peces!».

Finiquité la llamada no sin antes resoplar mientras negaba con la cabeza y al hacerlo, vi a mi chiquitín tambaleándose a duras penas con las piernas muy separadas entre sí por culpa de su tierno crecimiento y del pañal, pareciendo dudar a cada paso que daba al ir avanzando hacia mí.

Sonreí y me quedé sin aliento cuando pronunció la palabra «mama» y pinzando con sus deditos a Bubba, su inseparable muñeco doudou con forma de cabeza de elefante de textura hiper suave a la que iba unida una pequeña mantita en tonos grises. Nada de sonajeros, ni chupetes. Ese fue el primer objeto al que le tuvo apego nada más nacer y que siempre lo llevaba consigo. Tanto era así, que no lograba conciliar el sueño si no era abrazado a él, como si ese trozo de trapo le brindara seguridad absoluta.

TÚ, YO, LA TOSCANA Y UN MILLÓN DE ESTRELLAS (primeros capítulos en exclusiva)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora