Bajo El Hielo

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Caminaba lentamente acompañada de mi fiel perra Dara, la cual nunca se separaba de mí ni un solo momento. La hierva fresca y de un vivo color verde crujía bajo mis zapatos con cada paso que daba. Los rayos del sol calentaban mi piel cada vez que se colaban entre las hojas de los numerosos árboles que me rodeaban. Era un precioso día de finales de verano. El sol se encontraba en lo más alto del cielo y podía sentir un pequeña brisa que hacía ondear las ramas de los árboles y mi también mi pelo rubio, el cual se encontraba completamente suelo y sin nada que lo retuviese, lo que era extraño en mí, ya me rara vez me lo soltaba. Pero era un día especial, y un día especial se merecía un peinado y un atuendo concorde a la situación, por eso me había vestido con un vestido suelto absolutamente blanco, menos por unas pequeñas flores azul claro que adornaban el bajo de la pieza, el cual conjuntaba con mi pequeño bolso, y unos zapatos que dejaban ver las puntas de los dedos de mis pies, con los que podía ver la laca azul con la que había pintado mis uñas, tanto las de los pies como las de las manos. Como había dicho, era un día especial, y esto era lo que tenía que hacer.


Mientras caminaba en dirección al gran lago que se encontraba en el bosque, recordé la primera vez que había ido a aquel maravilloso lugar, el cual, nada más verlo a mis seis años de edad, no pude evitar decirle a mi madre que era un pequeño mar de agua dulce rodeado de árboles debido a su gran tamaño y a la profundidad de sus aguas. Ese día recogí algunas piedras y flores junto a mi madre y mi padre me enseñó a pescar. Cuando mi padre me dejó coger la caña de pescar con mis pequeñas manos, lo único que quería hacer era pescar el pez más grande de todos para que él se sintiese orgulloso de mí.


Aquel día, después de que pescara un pequeño pez, no más grande que una mano de mi padre, él me cogió en brazo, comenzó a dar vueltas conmigo y me dijo que era una gran pescadora y que algún día conseguiría pescar todos los peces del lago. Ese día no me dijo que estaba orgulloso de mí, pero si me lo dijo tres años después, el día de la muerte de mi madre, diciéndome que tenía que ser fuerte y que estaba muy orgulloso de mí al igual que mi madre lo estaría siempre. Pero ese no fue el único día que me lo dijo. Hacía una semana y dos días me lo había vuelto a decir antes de dejar salir su último aliento y que su corazón se parase, cansado de intentar superar una enfermedad que era imposible de curar.


También recordé lo que había pasado esa misma mañana. Una mañana llena de gritos, insultos, golpes y cristales rotos. Una mañana como otra cualquiera llegados a ese punto, supongo...


Todos esos recuerdos me invadieron hasta que Dara ladró cuando llegamos al lago en donde tanto hermosos y felices momentos había pasado. Inhalé profundamente para luego soltar todo el aire que había en mis pulmones. Me sentía bien en aquel lugar, solo podía sentir la paz y la tranquilidad que transmitía en todo momento. Abrí mi bolso, sacando un pequeño frasco de cristal y sonreí ampliamente antes de dejarlo sobre la hierva de la orilla, descalzarme y caminar hacia el lago. Cuando mis pies tocaron el agua, un escalofrío recorrió mi espalda. Me adentré más en el agua hasta que el agua me cubrió las piernas completamente y observé todo a mi alrededor. Las montañas, los árboles que me rodearon en todo mi camino, la hierva y las pequeñas flores amarillas que perfilaban la orilla... Introduje una de mis manos en el agua cristalina y luego miré hacia atrás, donde pude ver a Dara sentada mientras observaba atentamente cada uno de mis movimientos. El agua le daba demasiado miedo como para acercarse a mí, lo que me hizo sonreír una vez más.


- Vuelve a casa, Dara- la perra siguió observándome sin hacer ningún movimiento- Ya no tienes nada que hacer aquí- dije con voz tranquila antes de darme la vuelta otra vez y adentrarme un poco más.

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