II

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Aquella mañana el día amaneció despejado. Había llovido sin descanso durante toda la noche y el agua se acumulaba en pequeñas lagunas sobre el suelo irregular del patio. Manuel aguardaba nervioso bajo los soportales que rodeaban la casa principal. Llevaba allí plantado desde las 2 de la madrugada cuando el ama de llaves había corrido a avisarlo. Dos golpes en la puerta de su habitación habían bastado para que saltara de la cama y se echara su capa por encima. "Ha llegado la hora" le había dicho con el semblante serio para echar a andar en dirección a la cocina donde ya se intuía el trajín de la única moza de cocina que quedaba en la hacienda. Manuel no había necesitado más, sabía lo que tenía que hacer y se puso a ello con apremio. Primero se dirigió a los establos. Las bestias resoplaron al oirlo entrar pero un par de palmadas con sus nudosas manos bastaron para calmarlas. Recogió los aparejos y las guió hasta las cocheras donde el viejo carromato ya estaba listo desde hacía varias semanas. Enganchó a los dos caballos, revisó una vez más que las ruedas estuviesen bien sujetas y los correajes seguros y se subió al pescante. Ahora con el carromato listo en el patio de columnas, sólo le quedaba esperar.

Doña Soledad había pasado todo el día inquieta. A sus 59 años y toda una vida de experiencia a sus espaldas sabía que no faltaba mucho para que su señora diera a luz. Por eso había ordenado a la moza de cocina que mantuviese las brasas encendidas, varias garrafas de agua preparadas junto al fuego y trapos limpios para la ocasión. Cuando a las 2 de la mañana la señora comenzó a sentir las primeras contracciones, Doña Soledad corrió a la cocina para indicar a la moza que calentara el agua y luego atravesó el patio hasta las las antiguas habitaciones de la servidumbre para avisar al cochero de que el momento había llegado.

Una lluvia incesante había comenzado a caer alrededor de la media noche. Francisco caminaba nervioso por la habitación, mirando de reojo a la matrona que seguía palpando el vientre de su esposa. "No pasará de esta noche" le habían dicho. Ahora, mientras veía como su mujer apretaba los dientes con cada contracción, lo único que podía pensar es que no estaban preparados para lo que les esperaba.

Tras tocar dos veces la puerta para anunciarse, Doña Soledad entró en la habitación principal seguida por la moza de cocina. Una sola mirada de la matrona le bastó para entender que algo no iba bien.

-Señor ya he hablado con Don Manuel para que prepare el carromato. Debería usted tratar de descansar un poco para el viaje. Nosotras atenderemos a la señora.

Francisco miró el arrugado rostro de su ama de llaves. Llevaba más de 40 años trabajando para su familia y siempre había permanecido a su lado a pesar de las dificultades. Intentó replicar pero antes de que pudiera hacerlo Doña Soledad negó lentamente con la cabeza.

-Aquí no hay nada que pueda hacer señor. Mañana será un día largo.

Francisco asintió lentamente. Volvió la mirada hacia su mujer que seguía retorciéndose de dolor con cada contracción y salió de la habitación en dirección al estudio.

Cuando Manuel vio acercarse a su mujer con un pequeño bulto entre los brazos sospechó que algo no iba bien.

-Carmen ¿dónde están los señores? .- le dijo nada más tenerla delante.

-El parto se complicó, el bebé venía de nalgas. Intentamos hacer todo lo posible pero la señora ha perdido demasiada sangre. No es posible que viaje en su estado.

Manuel se acercó un poco más a su mujer y destapó con cuidado a la criatura que sostenía en brazos sin entender aún lo que estaba pasando.

-Tenemos que irnos ya.

-¿Irnos? ¿Sin los señores?

Antes de que Carmen pudiera responder a su marido, la ama de llaves apareció a sus espaldas para confirmar la orden.

-Manuel, tenéis que marcharos inmediatamente. Don Francisco me ha pedido que os entregue esta carta. Me ha dado instrucciones de que la mantengáis a buen recaudo hasta que lleguéis a Cádiz y una vez estéis allí la leáis. Tenéis ropas y comida para el viaje. Parad sólo para hacer noche en la Casa Vieja y procurad no hablar con nadie.

Manuel miró a su mujer y a la criatura que sostenía en brazos y luego volvió a posar los ojos en el ama de llaves que le tendía un sobre lacrado. Intentaba entender por qué el señor quería que ellos viajaran por adelantado con aquella criatura recién nacida en lugar de esperarlos un par de días hasta que la señora estuviera recuperada para viajar.

- Está amaneciendo.- le apremió el ama de llaves y antes de que pudiera responderle le depositó el sobre sobre las manos y se marchó por el largo pasillo de columnas.

Aún sin entender lo que pasaba, Manuel se guardó el sobre bajo la capa y ayudó a su mujer a subir al carromato y acomodarse en el asiento. Luego subió al pescante y con un suave golpe puso a los caballos en marcha hacia el camino del río.

Dos pisos más arriba, Francisco miraba la escena desde el ventanal del dormitorio principal con los ojos llenos de lágrimas.

- Acércate. - le pidió su mujer en un susurro. 

Francisco se secó las lágrimas con un sutil gesto, tratando de impedir que su esposa percibiera su dolor, pero ella le dedicó la más tierna de sus sonrisas besándole su mano. 

- Hemos hecho lo que debíamos. Nuestra hija crecerá feliz y rodeada de amor Francisco. Es el mayor regalo que podíamos darle.

Francisco miró a su esposa con ternura mientras una lágrima se escapaba corriendo por su mejilla.

- Lo sé querida, pero eso no hace que duela menos. 

Los Hinojosa [En proceso]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora