III

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Con las primeras luces del alba la tranquilidad que se había instalado en el caserón fue interrumpida. Los cascos de varios caballos golpeando con fuerza sobre el empedrado del patio y las voces potentes de varios hombres rompieron el silencio. Aún así, Francisco no se inmutó. Permaneció sentado en el viejo sillón de piel junto a la cama, sujetando la fría mano de su esposa entre las suyas, los ojos fijos en sus labios amoratados por donde se había escapado su último suspiro minutos antes.
La puerta del dormitorio se abrió de golpe y varios hombres armados aparecieron en la sala. Tras ellos, un rostro familiar, el de su hermano Leandro que se quedó en el umbral mirando la escena con el rostro sombrío. El cabecilla del grupo, el de mayor edad, indicó a un par de sus hombres que se apostaran en las ventanas y a otro que apresara a Francisco que se revolvió negándose a soltar la mano inerte de su esposa. Lo registraron en busca de armas y cuando comprobaron que estaba limpio el cabecilla se acercó.
Apestaba a alcohol y tabaco. Llevaba barba de varios días pero vestía y calzaba prendas de calidad. Sin quitar la mano del revólver que llevaba en la cintura, el grueso hombre se acercó hasta la cama y destapó el cuerpo sin vida de la mujer. Francisco se revolvió recibiendo un golpe en las costillas que lo hizo caer de rodillas al suelo.

- Leandro.- la voz de aquel hombre sonó ronca.

Leandro permaneció inmóvil en la puerta, observando la escena sin querer intervenir hasta que aquel hombre clavó sus ojos negros en él indicándole con el revólver que se acercara. Cuando llegó junto a él, un escalofrío recorrió su espalda y evitó que sus ojos se cruzaran con los de su hermano mayor que lo miraba con los ojos encendidos en ira sujetándose el costado en el lugar en el que lo habían golpeado.

- ¿Es tu cuñada? - preguntó el cabecilla señalando con desprecio la cama.
- Sí

El líder del grupo rodeó la cama hasta colocarse frente a Francisco que seguía devorando con la mirada a su hermano. Bastó un gesto de cabeza para que sus hombres levantaran a Francisco con brusquedad y lo sujetaran con fuerza por el pelo obligándole a mirar a su jefe.

- ¿Dónde está el bebé? - preguntó aquella voz ronca.

Francisco escupió a la cara a aquel hombre. De nuevo la culata de uno rifle golpeó con fuerza sus costillas haciéndole caer al suelo. Y acto seguido volvieron a levantarlo a la fuerza.

- ¡Traedla!

La orden fue rápidamente atendida y en la sala aparecieron dos hombres arrastrando con violencia a Doña Soledad que traía un pequeño bulto entre los brazos. Francisco miró a la mujer sin entender qué hacía allí, había pedido a todos que se marcharan sabiendo el destino que les esperaba. La había visto salir por el camino hacia el pueblo ¿por qué había vuelto?
Uno de los hombres arrancó con fuerza el pequeño bulto de mantas de las manos de la mujer y se lo entregó al cabecilla diciéndole algo al oído. El cabecilla miró la criatura sin vida que habían depositado en sus manos y seguidamente lo dejó con desprecio en la cama.

- Has perdido a tu mujer y a tu hijo el mismo día. Dios no está de tu lado.

Francisco miró al recién nacido que reposaba en la cama y luego volvió la mirada hasta Doña Soledad tratando de entender la situación. ¿De dónde había salido aquel recién nacido sin vida?
Lo lamento patrón, el niño estaba muy débil no me dio tiempo a llevármelo. - uno de aquellos hombres golpeó con fuerza la cabeza de la mujer con su rifle haciéndola caer inconsciente sobre la alfombra.

- Sois unas bestias. - gritó Francisco desgarrado de dolor.

El cabecilla soltó una risa gutural y a continuación desenfundó su revolver para disparar una bala directa a la cabeza a Doña Soledad y la segunda al pecho de Francisco que se desplomó en el suelo. Acto seguido se volvió a sus hombres para dar indicaciones de que cogieran todo lo que pudieran cargar de valor y prendieran fuego a la hacienda. Los hombres se pusieron en marcha saliendo de la habitación apresurados y armando revuelo por toda la casa. A continuación se volvió a Leandro, que permanecía con el rostro apagado en una esquina de la sala sin haberse movido siquiera al ver como su hermano era ejecutado frente a sus ojos. El cabecilla le tendió una mano enguantada y con una media sonrisa burlona en el rostro le saludó

- Un placer hacer negocios con usted Señor Hinojosa.

Aquellas fueron las últimas palabras que se oyeron en la hacienda Hinojosa aquel día. Después sólo el crepitar de las llamas devorando con violencia la madera que poco a poco iba cediendo a su paso hasta consumirla por completo.

Los Hinojosa [En proceso]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora