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Como era habitual, de nuevo su esposo acabó con la ropa embarrada en un intento de ayudar en el sector gastronómico. Fueron muchas las veces que intentó disuadir sus ansias de echar una mano, ya que por mucho empeño que le pusiera, solo conseguía entorpecer la labor de los demás cuando estos impedían que confundiera los ingredientes o echase una cantidad excesiva. Nunca sabía cómo es que cuando le quitaba el ojo de encima, la olla que le había dejado a cargo acababa hirviendo con tal intensidad que la tapa sellada no era suficiente para encerrar el contenido y que todo se desparramase por los lados, incluido en las prendas del rubio, obligándolo a tomar otro baño diario y a utilizar otro cambio de vestimenta. Y en su camino rutinario a la lavandería a dejar el atuendo manchado en lo que su cónyuge terminaba de asearse, tenía la oportunidad de pasar frente al portón de la residencia, esperando a que sus dos hijos la atravesaran de nuevo al volver de la ubicación a la que fueron.
Habría sido como en todas las ocasiones anteriores en las que no había nada si no fuese porque pudo apreciar una cabellera rojiza mecerse con la brisa que se abrió paso al descorrer la puerta principal. No fue voluntario, pero se mantuvo un instante, estática, con una cuestión en la cabeza. ¿A dónde iba ese niño?
Cerró tras de él, trotando un poco para llegar al encuentro de la persona que lo guiaría hasta su nueva localización, que, por suerte estaba de pie junto a la entrada de la finca, también esperando su aparición. En cuanto lo vio, irguió su postura, adoptando una mucho más recia, mostrando respeto a pesar de ser superior en cuanto a la edad se trataba.
— ¡Encantado de conocerte! — como era costumbre, saludó incluyendo una reverencia perfecta al final, en un ángulo recto al mismo tiempo que recitaba el nombre del infante sin honoríficos para evitar demasiado formalismo.
