Prólogo

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Una mujer se alzó al filo de las murallas de Posidonia, los dedos de sus pies sintieron la brisa de las alturas. Sus pupilas reflejaban un incendio, las llamas devoraban una ciudad vecina. Apretó a su hijo aún más contra el pecho y lo envolvió en sus mantos, como protegiéndolo contra la intemperie.

-Nunca... -susurró la mujer contra la noche.

Su figura se perfilaba en la bóveda negra del cielo iluminada por tres lunas; una blanca, una roja y una azul. Debajo se extendía una llanura verde que se cortaba de manera abrupta por el filo de la Cordillera Dentada.

Las diosas serían sus testigos, no lo permitiría. Los Hados no se burlarían de ella nunca más.

Deslizó sus pies descalzos contra la roca, como buscando un mejor apoyo. Las blancas murallas de Posidonia brillaban como una corona de huesos con el resplandor espectral del fuego que quemaba la noche y el hogar de miles de hombres más allá del río Endion.

La mujer aligeró el peso de su cuerpo... era tan sencillo como eso. No requería ningún esfuerzo, solo dejarse llevar por el llamado de la tierra.

El niño se agitó en su pecho, soltó un bostezo y volvió a acomodarse. La mujer se detuvo a mirarlo. Ver su rostro en el sueño le despertó una sonrisa y una lágrima.

-¡Alexandra!

La sorpresa le hizo perder fuerza en las rodillas y tambalearse. Esa voz.

-Alexandra, ¿qué estás haciendo?

La mujer cerró los ojos, inspiró profundo y soltó su rabia.

-Me voy, Temis. Me voy a la Tierra del Silencio.

-Estás loca. No te irás a ninguna parte. Trae a ese niño.

-¿Desde cuándo te importa?

Alexandra giró su mirada hacia el hombre detrás de ella. Un cuerpo fornido y seboso, bajo la tela de su himation blanco y azul, manchado de vino.

-No me culpes por lo que pasó...

-Belodia, mi ciudad, arde pero yo no seré tuya -. La mujer negó con la cabeza y en su oreja izquierda sonó un pequeño aro de latón como una campana.

-El Dios Emperador todavía no ha dicho que todos los belodios serán esclavos...

-Es el destino del pueblo de cualquier ciudad saqueada por el ejército del Emperador -dijo Alexandra y volvió desplegar su mirada hacia la llanura verde bajo las murallas y hacia su amada Belodia que ardía-. Pero no será el mío, ni el de mi hijo.

Vio las llamas que lamían las estrellas en el horizonte. Imaginó los gritos de hombres quemados.

-No serás una esclava, Alexandra... deja de quejarte. Y el niño, como hijo mío, será un ciudadano más de Posidonia. Basta de estupideces.

-No es una estupidez...

Alexandra sintió el vértigo del abismo frente a ella. Las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos y le anegaron la vista. Sintió que se ahogaba, le costaba respirar.

-No es...

Aferró con más fuerza al bebé en sus brazos, sintió sus diminutos dedos que apretaban su manto.

-Espera... No lo hagas -dijo Temis suavizando su voz.

Esa voz ronca y áspera, esa voz que podía, como su mano, acariciar y también golpear. Ella solo debía soltarse...

Alexandra apretó sus dientes y presionó el cuerpo del niño contra su pecho. Era mejor ser una sombra más entre los muertos que ser una esclava entre los vivos. El tiempo se detuvo a esperarla. Un suspiró inflamó las aletas de su nariz, un guijarro se liberó para caer los treinta pies que lo separaban del suelo. Un búho cruzó la oscuridad, se escuchó el relincho de un caballo que regresaba de la guerra, un barco naufragó en alguna parte del mar, un niño lloró por primera vez fuera del vientre, alguien cortó una flor en el silencio de un jardín. Y Alexandra se dejó caer.

Pero Temis fue más rápido. Sujetó el hombro de su mujer, ella abrazó a su hijo, incapaz de soltarlo, y el hombre los arrastró a ambos detrás del parapeto. No hubo inmolación en el nombre de las diosas.

-¡No! -alcanzó a gritar Alexandra, sollozando en el piso.

Pero sus palabras no podían cambiar los Hados. Solo su coraje podría haberlo hecho. Rompió en llanto e imploró a las diosas que su hijo no fuera tan débil como había sido ella.

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