Capítulo tres

44 8 4
                                    

Volví a mi habitación, cosa que he anhelado desde que empezaron esos tortuosos cinco minutos, que parecían años. Dos los desperdició abrazando como un niño a su madre, en los últimos tres se encargó de dejarme la nariz goteando sangre. Odiaba admitir que heredé esa bipolaridad.

Solté un suspiro grande cuando la puerta de la habitación se cerró atrás de mí, tiré mi chamarra a una parte del cuarto que no me interesó saber y fuí directo al baño a encargarme del pequeño problemita que tenía en mi nariz. Limpié las gotas del líquido carmesí que resbalaron por mis labios, por suerte, ya había parado de gotear. Saliendo del baño, terminé por ponerme la ropa que optaba por adecuada para dormir, me sentía más confiado esa noche, lo que sea que me había pasado era un recuerdo amargo, no iba a pasarme de nuevo. Y bromeando pensé, si era mi hermano tratando de enviarme mensajes, ya los tenía claros.

Arruiné mi cama que estaba acomodada de forma casi perfecta, y me tiré en ella, bostezando cansado. Cuando cerré los ojos, me negué a volverlos a abrir, la oscuridad que consumía la mitad de la habitación me inquietaba y decidía que era mejor ignorarlo, dormir lo que era necesario, y repetir la acción.

Caía en los brazos de Morfeo cuando me interrumpieron, esa escandalosa y chillona risa apareció de nuevo, cerré los ojos con fuerza, y para saber que no estaba en esa extraña parálisis, moví las manos y las piernas. Ambas respondían perfectamente. Tomé otra almohada para colocarla sobre mi oreja, cómo vano intento de callarlas, sin embargo, se hacían más fuertes cada que intentaba silenciarlas. Harto, me levanté de golpe encendiendo la lámpara, tal cual hice la madrugada anterior, igualmente, estaba todo vacío.

Las risas se escuchaban pero... Más suaves, ligeras. Si era necesario dormir con luz en mi habitación, lo haría, no podía permitir que pase noches en vigilia solo por alucinaciones visuales y auditivas.

El tercer sonido, aparte de las risas y mi respiración agitada, hizo que volteara abruptamente. Era la puerta de mi habitación. Solo fueron tres segundos pensando en todas las posibilidades de que eso pasara, como un millón aproximadamente, sin embargo, la tranquilidad volvió a mí cuando el cabello anaranjado de mi hermanita apareció detrás de esa puerta.

Ella sonrió al verme, y yo le devolví la sonrisa. Caminó unos cuantos pasos hacia mí mientras lucía algunos muñecos que tenía en la mano, nunca los había visto, pero eran bastante pequeños y detallados para ser muñecos normales.

—Deberías dormir —Le dije, viéndola como se sentaba en mi cama. Yo me acomodé mejor, cruzando las piernas sobre el colchón.

—Quería mostrarte mis nuevos juguetes —Respondió con una sonrisa y una mirada sincera e inocente, tanto que me pudo derretir el corazón si es que se pudiera. Ella era un alma tan tierna que no merecía estar en un lugar tan cruel. Dejó algunos de esos muñecos en la cama, y extrañado miré como eran.

Un oso, un conejo, un pollo y un zorro; era lo que parecía, aunque no tenían forma completamente animal. Me recordaban a los animatrónicos que mi padre diseñaba para una empresa, la cual abandonó para empezar una propia. Los recuerdos se desbordaron cómo una laguna, con cariño y melancolía pensé en esa época donde estaba completamente obsesionado con el zorro pirata de un restaurante. Dejé ese pasado atrás cuando ocurrió lo de Evan.

—Son muy lindos —Mencioné.

—Gracias, papá los hizo para mí.

Y ahí mis sospechas estaban resueltas. Pasamos alrededor de una hora jugando con ellos, hasta que la vi bostezando y rascando sus ojitos verdes. Ella no tenía pesadillas, no tenía visiones, no debería quedarse despierta si pudiera dormir plácidamente. Le ordené irse a dormir, no obstante, era igual de testaruda que yo.

—Tienes escuela mañana, debes dormir para no quedarte sin ver una clase.

—Pero... —Hizo un ligero puchero—. Casi no puedo jugar contigo en el día, ¿Cuándo podré hacerlo?

Yo me mantuve en silencio, no sabía cómo responderle. Le revolví su cabello anaranjado y brillante.

—Lo haremos algún día, cómo en los viejos tiempos, ¿Recuerdas? Lo prometo.

No pensé muy bien en lo que iba a decir, claro estaba que no iba a recordar, las veces que pude jugar con mis hermanos como una familia normal tan solo eran unos bebés y yo seguía siendo un niño. A pesar de todo eso, ella me dijo:

—Como en los viejos tiempo —Anclando su dedito con el mío, sellando la promesa. Tiempo después, Elizabeth se fue, dejándome otra vez en una penumbra, y las jodidas risas —que ya había dado por olvidadas— aparecieron de nuevo. Observé el reloj de aguja que estaba colgando en una pared, faltaban unas cuatro horas para el amanecer. Me recosté sobre la cama, de nuevo, y me cubrí con la manta hasta la cabeza para evitar que la luz me molestara, y una almohada en esa misma área para dejar de escuchar esas risas.
¿Por qué sentía que era una mala señal?

.  .  .

Cuando estaba por tomar mi desayuno habitual, unos cuantos golpes en la puerta junto con el timbre interrumpieron el silencio sepulcral que había en la casa. Quién sea que estuviera frente la puerta, estaba absolutamente inquieto, tocaba y golpeaba como un desquiciado, buscando a alguien, inclusive, le escuchaba gritar cosas desde el otro lado. Observé por la ventana para tratar de ver a esa persona, pero solo pude ver su auto. Me costaba tanto tratar de ignorar a la persona que decidí abrirle la puerta, antes de hacerlo, pude escuchar uno de sus gritos con claridad.

—¡Vamos, Afton, abre la maldita puerta!

Estaba claro que buscaba a alguien de mi familia, más en específico, a mí padre. Al abrir la puerta, un hombre pelirrojo y de orbes claros estaba ahí, en frente de allí. Le reconocí el rostro de inmediato, apareció unas veces en el periódico por trabajar junto a mi padre, lo recordaba porque su apellido me pareció peculiar, sin embargo, lo había olvidado después de un tiempo.

—¿William? —Le respondí sin palabras pero con una acción, abrí la puerta un poco más para que el sol de la mañana me diera en el rostro. Elevó un poco las cejas, no era él, pero, cómo ya mencioné, era su copia—. Oh, eres su hijo ¿Cierto? —Yo asentí, tensando la mandíbula—. ¿Tu padre está por aquí?

—No, salió más temprano.

Soltó una maldición mientras se presionaba la sien, no podía ser él, pero podía sentir la jaqueca que le estaba dando en esos precisos momentos.

—Maldito hijo de puta, me hace conducir más de una hora buscándolo y se esconde —Susurró tomando entre sus dedos el cigarrillo que tenía arriba de la oreja y de su saco tomó el encendedor. Después de algunos segundos de haberlo encendido y degustado el pequeño tubo, volvió a decir—. ¿Puedes decirle que vine y que necesito verlo? Urgente, por favor.

—Sí claro.

Me dió una de sus tarjetas de presentación, y ahí pude leer su nombre otra vez. Él se apartó de la casa hasta llegar a su auto, y se fue como había entrado, al parecer con una misión fallada, sin embargo, en su rostro, no parecía darse por vencido. Ya podía ver la tensión que había entre mi padre y él, más de una vez lo había escuchado insultar así y peor a ese hombre, le maldijo a casi toda su familia, en especial a su hija. Sea cual sea el caso, no terminaron en buenos términos, y temía que, si llegaba a mencionar su nombre, se convertiría en un desquiciado maniático.

Creé una regla para mi cabeza, todo en mí quería que las cosas se quedaran tal y como estaban, si mi padre perdía el control, la casa perdía el control, y obviamente, yo lo iba a hacer. Así que desde ese día, el nombre Henry Emily no podía ser mencionado.

Paralysis | Michael AftonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora