En la guarida del lobo

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En el principio fue Caos, el inconcebible. Caos el No-nacido, la tiniebla impenetrable que precede a toda luz. No tenía ni manos, ni voz, ni ojos, y nunca se le ofrendaron ni se le ofrendarán víctimas, pues es el dios de la indiferencia suma. Pero una fuerza inexorable, fuera Tique el Azar o Ananque la Necesidad, partió en dos el cuerpo de Caos. La parte más pesada de la tiniebla se condensó como brea en las partes inferiores del mundo, y al solidificarse se convirtió en Gea, cálida y oscura, la tierra de amplio seno, asiento firme para todos los que nacerían después, dioses y mortales por igual. En cambio, la parte más ligera y fría de la sombra se elevó a las alturas y se dispersó, y al dispersarse se enfrió aún más y se convirtió en Urano, el firmamento inalcanzable. Al principio Urano era oscuro, pero un día despertó, abrió diez mil ojos blancos y fríos, y las estrellas alumbraron por primera vez el mundo.
Al ver a Urano en las alturas, Gea lo llamó para seducirlo. Urano la abrazó con amor y la fecundó, y ella alumbró a los Primeros Nacidos: tres cíclopes, altivos de corazón y hábiles con las manos; tres hecatonquiros, indescriptibles criaturas que agitaban cien brazos; y, por último, los titanes, raza soberbia y poderosa, grande en sabiduría y en desmesura. Fue Urano el primer soberano de los cielos. Pero su corazón seguía siendo frío y oscuro, y a cuantos nacían de Gea, hijos formidables, los aborreció desde el primer momento. Por temor a que alguno de ellos le disputara la supremacía, los encerró en el seno de Gea. La Tierra, afligida por dolores de parto que no alcanzaban alivio, suplicó a su esposo que dejara nacer a sus hijos. Cuando Urano, el de gélido corazón, juró que jamás les permitiría ver la luz, Gea se negó a yacer más con él. Pero Urano, que había puesto todo su saber en los cinco anillos que gobiernan el firmamento, amenazó con utilizarlos para lanzar sobre ella el fuego celeste que sobrepasa en poder y destrucción a los demás fuegos de la tierra como la lava del volcán a la llama de  una mecha. Urano violó a Gea. De esta violación engendró al menor de los titanes, Cronos, que nació así de un acto de odio. El odio hizo poderoso y astuto a Cronos. Su madre, que lo supo, fabricó una hoz adamantina con la roca y el metal fundido de sus propias entrañas y reforzó su hoja con poderosos encantamientos. Después dijo a Cronos:

—¡Hijo mío y de un padre malvado! Obedéceme y venga el ultraje que he sufrido
por Urano, el primero que ha tramado obras indignas.

—Madre —contestó Cronos Ankylometes, el dios de mente retorcida—, llevaré a cabo tu mandato, pues no siento ningún cariño por mi padre.

Los hermanos de Cronos bramaban en las entrañas de Gea pidiendo su liberación, y toda la tierra retemblaba por los golpes de sus portentosas manos. Cronos les ordenó silencio, pues su padre nada debía sospechar. Después, blandiendo la enorme hoz, se ocultó. Llegó el poderoso Urano, trayendo consigo la noche, y cubrió por todas partes a la Tierra y yació con ella. Pero antes de que pudiera esparcir su simiente, Cronos, escondido, aferró a su padre con la mano izquierda y esgrimiendo
en la derecha la hoz adamantina le cortó los genitales.

Urano se retiró con un alarido tan estremecedor como jamás se ha vuelto a escuchar en el mundo. Los árboles se troncharon, los ríos cambiaron su curso y enormes grietas resquebrajaron la faz de la Tierra. Los ecos del dolor de Urano aún se escuchan en la voz del viento que ulula en las noches de invierno. Más desde aquel grito, el dios del firmamento es mudo e inalcanzable y no ha vuelto a intervenir en las vidas de dioses ni mortales. Y sus anillos han sido dispersados por el mundo para que
nadie más pueda detentar el poder con el que Urano había amenazado a Gea. Asqueado, Cronos arrojó lejos de sí los genitales de su padre. Pero, incluso castrado, el dios del cielo no dejó de engendrar. Lanzado por la poderosa mano de Cronos, su miembro sobrevoló tierras y mares, derramando un reguero de sangre. Las gotas que cayeron en el suelo las recibió Gea y con el tiempo se convirtieron en
criaturas a cual más aborrecible. Las Erinias, pavorosos monstruos con ojos como ascuas y serpientes por cabellos, que llevan la locura a quienes cometen crímenes contra sus progenitores. Las melíades, ninfas del fresno, de cuya madera se talla la lanza homicida y tinta en sangre. Y los más odiosos de todos, los quince gigantes, hijos de la piedra, gente descomunal y soberbia, que no comen pan ni respetan las leyes de la hospitalidad, y aborrecen las obras de dioses y hombres.
Pero cuando el miembro cercenado de Urano cayó en el mar azotado por las olas, cuajó a su alrededor una blanca espuma. Y de la espuma surgió una diosa, Afrodita, a la que el odio que albergaba su padre le resulta ajeno, pues es la diosa del amor y del dulce deseo. Mas aún permaneció en el mar y en la isla de Chipre largo tiempo, hasta que la generación de los Segundos Nacidos alcanzó la cima de su gloria.
Cronos, el más poderoso de entre los Primeros Nacidos, fue también el segundo soberano celeste. Casó con su hermana Rea, que alumbró para él a ilustres hijos. Más tan pronto como nacían, Cronos, temeroso de seguir el destino de su padre Urano, los iba devorando para evitar que ninguno de ellos pudiera atentar contra su realeza. Así engulló a las diosas Hestia, Deméter y Hera, y también a Hades y a Poseidón. Y Rea sufría un dolor infinito al perder uno tras otro a los hijos que con tanto dolor paría. Mas cuando se acercaba el momento de alumbrar a su sexto hijo, Zeus, Rea suplicó a su madre que la ayudara a dar a luz a escondidas. Una vez nacido Zeus, la propia Gea lo llevó a la isla de Creta, donde lo escondió en una gruta impenetrable bajo las laderas del boscoso Ida. Mientras, Rea tomó una roca que Gea secretó de su seno, la rodeó con lana untada en aceite y luego la envolvió con pañales y se la
entregó a Cronos. El desdichado soberano, creyendo que era Zeus, la devoró. Pero cuando Zeus creció...

Dioses del OlimpoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora