En la alcoba de la diosa

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Cuando Ganímedes, copero de los dioses, despertó, un rayo de luz entraba por la ventana, pese a que no estaba abierta; pues la cubría un cristal de transparencia perfecta,un lujo que nadie poseía en los reinos de los hombres. El joven se levantó desnudo, con cuidado de no despertar a la diosa que dormía a su lado. Pegó la nariz a la ventana y contempló el exterior. La alcoba se asomaba a un acantilado tan escarpado que desde dentro parecía estar suspendida en el vacío. Más abajo se veía el mar de nubes que separaba la cima del Olimpo de su base. A lo lejos, donde terminaban las nubes, se divisaba la amplia llanura de Tesalia, y a la izquierda el mar Egeo. El día debía haber amanecido frío, pues el aire era tan diáfano que incluso se vislumbraba el cabo Artemisión, el extremo norte de la isla de Eubea, a más de seiscientos estadios. Pero no tan diáfano que la vista pudiera alcanzar Troya, la ciudad donde había nacido. Ganímedes, medio drogado por la ambrosia y la cercanía de los dioses, había perdido la cuenta de los años que llevaba en el Olimpo. ¿Veinte, treinta, cuarenta?¿Tal vez más? Aún conservaba fresco el recuerdo del día en que había salido a cazar con su hermano Ilo y sus sirvientes. Cruzaron la llanura del Escamandro en carros de guerra y al segundo día los dejaron junto a las faldas del monte Ida para seguir a pie. Fue allí donde apareció su destino, en la forma de un ciervo casi albino con una cornamenta de más de dos codos. Ganímedes arrancó a correr tras él montaña arriba. Sus piernas incansables lo alejaron  de Ilo  y de los criados. Vadeó  a la carrera las  aguas  del río Cebreno y siguió trepando, ajeno a los gritos que dejaba a su espalda. Tenía quince
años, era ágil como un gato y resistente como un perdiguero. Al llegar a un claro entre la fronda, el ciervo se le quedó mirando, y de pronto le sonrió  con un  gesto imposible y huyó entre los abetos. En el último recuerdo que Ganímedes guardaba del animal, sus ancas pardas se convertían en unas piernas morenas  de mujer, apenas tapadas por un breve quitón. Con el tiempo,  Ganímedes sospechó que era Enone, la ninfa del lugar; o incluso, aunque nunca se había atrevido a preguntárselo a ella, una de las grandes diosas, la propia Artemis. Un instante después de que el ciervo se escabullera, la luz del sol se oscureció. Ganímedes oyó un fuerte batir de alas, y al levantar la mirada vio la sombra de un águila  gigantesca que se cernía sobre él. Antes de que pudiera arrojarle la lanza, el ave lo aferró por los hombros y lo levantó en vilo. Ganímedes, aunque había escuchado relatos de águilas que raptaban a bebés de sus cunas, nunca había imaginado que existiera un ave capaz de cargar a un hombre casi adulto. Pero así fue,
pues Macropis, el ave de Zeus, desplegaba casi veinte codos de envergadura. Ganímedes aún recordaba el terror de aquel viaje. Con los hombros taladrados por las uñas de la rapaz, helado por el viento de las alturas y afónico de tanto gritar, vio desfilar bajo sus pies Troya, que desde las alturas se le antojó pequeña como una aldea de hormigas. Después sobrevoló el mar y las anfractuosas costas de la isla de
Lemnos; dejó a su derecha el promontorio del monte Atos, siempre envuelto en negras tormentas, y desde allí, a casi setecientos estadios de distancia, tuvo su primera visión de una montaña que sobresalía sobre una corona de nubes y trepaba hacia el cielo hasta una altura imposible.
El monte Olimpo. El lugar que había sido su hogar desde entonces.
Al recordar aquello, Ganímedes se tocó los hombros, aunque ya ni siquiera le quedaban cicatrices. No había tenido más visión del exterior del Olimpo que aquella tan lejana, pues se desmayó de frío y dolor mucho antes de llegar. Cuando despertó, le estaba curando las heridas un hombre alto, de cabellos dorados y mirada melancólica, tan bello y resplandeciente que el propio Ganímedes, conocido por ser
el muchacho más guapo de toda Frigia, se sintió sucio y feo a su lado. No tardó en saber que aquél era Apolo, y que el bálsamo con que le estaba untando los hombros tenía como principal ingrediente la ambrosía.
Ambrosía. La droga de los dioses. La misma que lo mantenía casi tan joven como aquel día y que había acrecentado su belleza natural hasta que él mismo casi parecía un dios. Por dos veces casi. Pues ahora Ganímedes podría pasar por un hombre de veinte años, mas no por un efebo de quince; y aunque los visitantes del Olimpo alababan su apostura, todo aquel que lo veía por primera vez se daba cuenta de que él no era un inmortal.
Ganímedes se volvió hacia el lecho. Jamás había visto uno tan lujoso en el palacio de su padre Tros, pese a que la diosa que dormía en él era la más austera del Olimpo. El enorme colchón, relleno de plumas de faisán, se sustentaba sobre una sólida armazón de bronce. Ganímedes se acercó de puntillas y tiró de la sábana, que era de seda, un tejido resbaladizo y mucho más suave que el lino con el que se tejían las
túnicas de los nobles troyanos. Después se sentó a los pies de la cama y contempló a la diosa.
El único vello que se apreciaba en su cuerpo era una pelusilla rubia corta y suave que sólo se adivinaba bajo el roce oblicuo de los rayos del sol. Incluso en el pubis no se veía más que una fina línea, en lugar del tupido triángulo que lucían las mujeres mortales. (Él lo sabía bien, pues de niño había visto a menudo a su hermana Cleopatra bañándose con otras mujeres de palacio.) Y la piel... La piel era como
alabastro, con una especie de luz interior, pero más caliente al tacto. Asclepio, el médico de los dioses, un semimortal como él, le había explicado que esa opalescencia se debía a que el icor, la sangre de los dioses, no era roja, sino entre blanca y rosada, como el mármol del Ática.


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⏰ Última actualización: Apr 20, 2023 ⏰

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