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Después de quince años, volver a la casa donde naciste y creciste hasta hacerte una mujer debería provocar una conmoción. Abrir la puerta y asomar al pasado más importante de un ser humano, mediando tanto tiempo, en el que se gestó su personalidad y que condicionó el resto de su vida adulta, como poco, debería obligar a respirar profundamente antes de entrar.

No fue mi caso. Crucé el umbral con una indiferencia pasmosa, con idéntica actitud a la de los días que no trabajaba por la noche en el restaurante, cuando entraba en el supermarket a comprar mi sándwich para la cena, pero sin la pregunta de siempre en la mente: «Hoy, ¿de carne o de pescado?». Solo me sentía contrariada por la interrupción que suponía para mí el viaje en aquel momento.

Desde que recibí la noticia no tuve tiempo de pararme a pensar; los preparativos de un viaje tan precipitado no me dieron tregua. Pero ya en el avión, ante la perspectiva de estar tres horas inmóvil, mi mente se despejó. El asiento de la derecha estaba vacío y la novela que me tenía enganchada desde hacía tres noches había quedado olvidada sobre mi mesita de noche. Poco después del despegue, al que no me acostumbraba y siempre me producía un desagradable cosquilleo en el estómago, intenté ocupar mi mente, que la sentía extraña, ajena, más por lo ociosa que por la inusitada situación. Estaba acostumbrada a administrar cada minuto de mis jornadas con escrupulosa eficacia, a sacar buen partido de mi tiempo, estar sin hacer nada, me angustiaba. Busqué distracción tras el cristal de la ventanilla, pero mi augusta Londres, una vez más, se amparaba en un interminable y monótono gris.

Había muerto... Mi madre había abandonado el mundo el día anterior y no sentía nada, solo incomodidad: no era el mejor momento para viajar, y mucho menos a España. Le habían dado sepultura esa misma mañana, los pésames estaban dados y los lutos habían vuelto al fondo del armario, mi única misión era hacerme cargo de sus bienes, ahora, la mitad míos. Según me contó la abnegada y fiel Teresa por teléfono, mi hermana vivía desde hacía tiempo en Australia y no podía trasladarse a Madrid en esos días, así que me tocaba a mí hacer acto de presencia y ocuparme de lo propio en estos casos, como seleccionar qué enseres y objetos personales de la dueña, la distinguida señora Alberta, eran para tirar, para vender o para conservar, y así poder poner las viviendas a la venta lo antes posible. Tarea que me producía enorme desagrado, pero nada más.

Nunca sentí el más mínimo deseo de volver, ni siquiera estuve tentada de hacer una llamada; mi curiosidad por lo que sucediera en la casa de mi infancia y adolescencia fue nula desde que me marché. Durante mis primeros meses de libertad no me atrevía ni a contestar las llamadas telefónicas, no fuera que mi hermana o mi madre hubiesen conseguido mi número. El olvido era entonces vital para mí. Me marché porque me asfixiaba, convencida de que, de haberme quedado solo un día más, habría perdido la cordura.

Bajé del taxi con solo una maleta; no me quedaría más de lo imprescindible y comenzaba el verano, bastaría con algo de ropa ligera. Teresa me estaba esperando y no tardó mucho en abrir la puerta, alertada por el ruido del vehículo. Era la misma, tal y como la recordaba: aunque asomaban hilos blancos a sus patillas, su pelo lucía negro, limpio y sedoso, recogido en un moño bajo la nuca, como si no se hubiese movido del lugar en todos los años pasados; seguía cubriendo el escote con un grácil pañuelo de florecillas, anudado del mismo modo, dejando dos alas caer hacia abajo, como las mariposas cuando se paran en las flores; los labios ligeramente rosados, como húmedos, casi fríos; el jersey de hilo, la falda oscura hasta las rodillas, los zapatos de monja... y su honda y templada mirada, esa que tienen las personas que miran desde dentro. Teresa era de esas escasas almas que te abrazan sin tocarte. Mil veces le dije que la única bondad que había recorrido los pasillos de la casa de Alberta llevaba sus zapatos negros de cordones. Pero a ella le dolían mis palabras, porque encerraban el profundo desprecio que sentía hacia mi madre y mi hermana.

Pensé que había renacido durante los quince años que llevaba en Londres, que me había reinventado y nada de lo que fui entonces supervivía en mí; pero antes de que pudiera abrazar a mi querida Teresa, nada más pisar el felpudo de bienvenida y malhallada, automáticamente froté contra él la suela de mis zapatos con frenesí: cinco pasadas por cada pie. O lo hacías, o no entrabas. Así era mi madre, implacable, ya antes de entrar te hacía saber quién mandaba en su impoluta morada. Una, dos, tres... No, ni hablar, ya no. Me salté la alfombrilla para darle a Teresa el abrazo que tanto tiempo llevaba esperando.

―Mi niña... ¡Qué alegría más grande tenerte aquí otra vez! Mi Bertita... ―me decía mientras se sostenía sobre las puntas de los pies agarrándose a mi cuello para poder besarme y abrazarme―. Deja que te mire ―se retiró un paso para observarme a placer―. Qué delgada estás, y qué elegante, y qué guapa, y qué...

―Ya, ya, Teresa, soy la misma, pero más vieja. Tú en cambio estás como te recordaba, y me encanta.

―Vamos, pasa. He preparado algo para picar. Me imagino que ya tienes el estómago de los ingleses y cenas a la hora de la merienda. Qué bien que estés aquí, no sabes cuánto os he echado de menos estos días a tu hermana y a ti. Qué alegría, hija ―volvió a repetir, caminando hacia la cocina.

Dejé mi maleta en la entrada dispuesta a seguirla. Hasta ese momento solo me había encontrado con la cara amable de mi pasado, Teresa; no obstante, tenía los pies sobre la entrada al pasaje de los horrores, así que me felicité por haber sido capaz de superar la primera prueba.

Pero una repentina sacudida me paralizó justo en el centro del recibidor, desde el que se veía parte del salón, que tenía las dos puertas de la entrada de par en par. Me llevé la mano al pecho mientras Teresa huía pizpireta y feliz hacia la cocina. A lo lejos, como en lontananza, escuchaba el menú de la cena. No podía avanzar, ni contestar a sus palabras. Buscaba un punto de apoyo, me ahogaba, era como si una bola de paja pestilente me obstruyera las vías respiratorias. Tardé unos segundos en comprender el motivo de mi espantosa angustia, justo en el momento que respiré hondo y se colapsaron mis pulmones. Busqué la pared más cercana y arrastré mi espalda sobre ella hasta sentarme en el suelo. En ese momento apareció Teresa, con una bandeja entre las manos, casi tropieza con mis pies.

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⏰ Última actualización: May 16, 2015 ⏰

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