—Venga, enchufada, haz algo útil por una vez y sácame una foto para mi perfil de Instagram.

Tina San Basilio, que llevaba media hora perdida en su mundo, y muy feliz porque no tenía que escuchar los brindis de los borrachos ni las charlas absurdas de sus compañeros de trabajo, sintió cómo su burbuja de jabón se rompía en mil pedazos.

—No te hagas la loca, que he visto que ponías esa cara de rancia.

Eduardo Calvo le dio un toquecito en el hombro y Tina ya no pudo seguir fingiendo.

—Vete al infierno, troglodita.

Si pensaba que su bufido lo echaría, no funcionó.

Eduardo, con una mezcla de olor a vino y a colonia cara, se sentó a su lado y acercó su cara a la suya, amenazando con meterle su tupé tieso como una mofeta muerta en los ojos.

—Siempre tan dulce, mi chica.

Tina cogió el teléfono y empezó a trastear en busca de la cámara de fotos, pensando que no habría manera de librarse de él si no hacía lo que le había pedido.

—Sonríe —dijo, enfocando en su dirección y disparando.

Lo pilló tan por sorpresa que no le dio tiempo a prepararse. Su cara era ridícula, con los ojos abiertos de par en par y la boca abierta en mitad de una palabra, y se le escapó una sonrisa.

—Dame, maldita seas —gruñó Eduardo arrebatándole el aparato—. Seguro que me has sacado así adrede.

Tina se sintió bien por primera vez en toda la noche.

Estaba ahí por obligación, aunque había intentado librarse de la cena de empresa de Navidad por activa y por pasiva. Sin embargo, su tía Luisa, la directora y su jefa, le había dicho que tenía que dar ejemplo si algún día quería ocupar su lugar.

No había servido de nada decirle que ella no quería ser la directora de La Fiable, compañía de seguros sin igual, y que, a ser posible, ni siquiera quería seguir allí el año siguiente, pero había llegado un momento en que había aprendido cuándo no merecía la pena discutir con su tía Luisa.

Después de plato tras plato lleno de charla insustancial, en la que no la incluían, porque, al fin y al cabo, ella era la enchufada, no una más en la plantilla, estaba pensando en cuándo llegaría el momento de escabullirse sin que la vieran, cuando ese petardo se había acercado para fastidiarle la huida.

—Sácame otra, pero espera a que yo te diga cuándo.

Vio cómo el preferido de su tía, el niño guapo, el tipo que más seguros encasquetaba en La Fiable, sacaba un peine de algún bolsillo interior de la chaqueta y se repeinaba todavía más el estúpido tupé.

Por el rabillo del ojo no se le escapó cómo un par de sus compañeras más jóvenes cuchicheaban y lanzaban miraditas en su dirección, tratando de captar su atención. Solo que él estaba más pendiente de su pelo y su barba.

—Por favor, termina ya, me duermo. Además, por mucho que te peines, tu cara no va a cambiar.

Él le guiñó un ojo y sonrió.

—Tienes razón. Estoy muy bueno al natural. Esto no hay quien lo mejore.

Tina suspiró y volvió a levantar el teléfono. Le lanzó lo que le parecieron un centenar de fotografías mientras Eduardo hacía gestos absurdos, giraba la cara a un lado, luego al otro, la miraba como si tuviera dolor de tripas o estuviera buscando algo en el horizonte. Tina pensó que acabarían antes si aguantaba la risa y se limitaba a sacar las fotografías. No iba a decirle que estaba mejor cuando no hacía nada de todo eso. Primero, no quería que pensara que le gustaba ni una pizca, y segundo, que le daba igual si quería hacer el ridículo con sus millones de fans en sus redes sociales.

Cuando se cansó de posar, se bebió lo que había en el fondo de su copa y luego se largó tras darle una palmadita, como si fuera su cachorro.

Supuso que se tendría que conformar con eso, porque no era del tipo que daban las gracias por nada.

—De nada —murmuró para sí mirando a su alrededor.

Su tía parecía haberse olvidado de los brindis por el momento y charlaba con el director de otra de las sucursales de la aseguradora. Algunos de sus compañeros se habían levantado y bailaban la conga con parte de los adornos navideños de la mesa colgando del cuello y de la cabeza y Eduardo se hacía ahora fotografías con las jovencitas de la oficina. Todos ponían morritos y poses sexis, enamorando a la cámara.

Por supuesto, a esas alturas nadie se acordaba de ella.

¡Aleluya, era libre!

Se caló bien las gafas y se deslizó en la silla con cuidado, como si pudieran escucharla, aunque nadie la estaba mirando.

Cuando salió del restaurante no era ni medianoche, pero estaba deseando quitarse los tacones y ese horrible moño, ponerse el pijama y tirarse en el sofá con una buena taza de cacao.

(Que quede) Entre nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora