Tina se había deshecho de los tacones nada más salir del ascensor. Le dolían los pies y estaba deseando sentarse en silencio sin tener que aguantar a nadie, pero debería haber sabido que no se debía tentar al destino, porque siempre te escupe en los ojos.

-¡Chatina! ¿Cómo es que vuelves tan pronto? ¿No tenías hoy esa cena con tus compañeros del trabajo?

Gregorio, su vecino, había asomado su afilada nariz y le sonreía desde el quicio de la puerta, vestido con un elegante pijama a rayas y un batín de terciopelo granate, como si fuera un lord y no un anciano marinero jubilado. También tenía una mata de pelo blanco que sería la envidia de una clínica capilar.

Y era un cotilla redomado que tenía un oído supersónico, por cierto.

Se volvió hacia él con una sonrisa. Sabía que, si se dejaba liar, no podría meterse en la cama hasta la madrugada.

-Me he escapado porque me duele la cabeza. Tengo ganas de...

Goyo jamás sabría de qué tenía ganas, porque abrió la puerta del todo y la invitó a pasar.

-Tengo un remedio casero para los dolores de cabeza que es gloria bendita. Y, ya que pasas, podemos seguir con lo nuestro.

No le dio tiempo a protestar, aunque Goyo no era del tipo que aceptaba una negativa como respuesta. Incluso era posible que pensara que se había escapado de la cena de empresa para «seguir con lo suyo».

Miró los zapatos de tacón y pensó que podía decirle adiós al cacao calentito, a quitarse el vestido de fiesta para ponerse el pijama y a meterse en la cama relativamente temprano.

-...llevábamos cuatro meses en el barco sin pisar suelo firme, así que, cuando llegamos a tierra, estábamos todos más salidos que el pico de una plancha. -Goyo la miró y emitió una sonrisa socarrona-. Bueno, chatina, tú eres la especialista, ya lo arreglarás y lo pondrás bonito cuando llegue el momento. ¿Por dónde iba?

Tina dio un sorbo diminuto al brebaje que Goyo le había preparado para el dolor de cabeza, aunque dudaba que le fuera a curar nada, porque apestaba a coñac y canela, así que lo más probable fuera que le diera dolor de tripa.

En momentos como ese, se arrepentía de haber aceptado escribir las memorias de su vecino, que se parecían más bien a un tratado de cuáles eran los mejores burdeles de cada puerto por el que había pasado y cuál era la mejor postura para hacer el amor, por no hablar de cómo puntuaba él a las mujeres con las que se había acostado. Por supuesto, no todas eran prostitutas. A veces también conocía a mujeres en bares o en mercados. El caso era que siempre se las arreglaba para acabar con ellas en la cama.

Él había insistido en que grabara sus confesiones en una grabadora que le había regalado, para que no se perdiera nada y no tuviera que tomar notas, pero eso no le había ahorrado tener que escucharlas en vivo y en directo.

-Ibais todos salidos como picos de plancha.

Goyo le guiñó un ojo.

-Gracias, querida. Sí, eso es. Ese puerto de Tailandia era de lo peorcito que me he encontrado en mi vida, y olía a cosas que no te puedes ni imaginar, pero las mujeres, chatina... ¡Oh, las mujeres!

Para Goyo las mujeres siempre eran lo mejor de lo mejor a cada nueva anécdota que le contaba. Unas eran exóticas, las otras inesperadamente cultas, otras flexibles y las de más allá olían a especias.

Tina había tenido que superar una barrera mental para poder realizar aquel trabajo. Al fin y al cabo, transcribir las memorias de un putero, aunque él prefería llamarse a sí mismo conquistador, no era el trabajo más realizador que podía imaginarse, pero era algo por lo que le pagaban y le ayudaba a practicar.

Al principio le había escandalizado un poco teclear ciertas cosas.

No es que se considerase una puritana, pero aquello era... casi pornográfico.

Pero ¿quién era ella para negarse a los caprichos de un anciano si le pagaba por ello?

A veces, mientras él hablaba, ella desconectaba y miraba con disimulo a su alrededor, buscando las huellas de sus viajes: una figurita por allí, una estatuilla por allá.

Goyo vivía solo y vestía siempre como un señorito de los de antes, con traje y sombrero, corbata y chaleco, incluso en verano.

Le recordaba a esos actores de las películas antiguas... hasta que abría la boca.

-Está claro que estás cansada, chatina, porque no me haces ni caso. Una noche dura, ¿eh?

Tina dejó de disimular que no le escuchaba y que no se estaba tomando el mejunje para el dolor de cabeza, que, de hecho, le estaba provocando un revoltijo de tripas que iba a hacerle echar hasta su primera papilla.

Se miró los dedos de los pies, enfundados en las medias. Pocas veces se vestía así, con un vestido bonito, con zapatos altos e incómodos, con el pelo recogido... y todo para una gente que la odiaba, le hacía la vida imposible y apenas le había dirigido la palabra en toda la cena, como no fuera para pedirle algo, como ese cretino de Eduardo, para pedirle que le sacara una fotografía.

-Lo de siempre. -Encogió los dedos dentro de las medias. Se le estaban quedando los pies fríos-. Por desgracia, nunca hay nada nuevo, como no sean nuevos niveles de espanto y aburrimiento.

Goyo emitió una risa ronca que hizo que lo mirase.

-Entonces, es una suerte que haya encontrado algo que te sacará para siempre de tu horrible vida -dijo sacando algo del bolsillo del batín y blandiéndolo en lo alto como si fuera un mapa del tesoro.

Tina dio un brinco en el sillón y las gafas le resbalaron de la emoción cuando saltó sobre él.

-¡Cuéntame, no me dejes así!

-500000 euros, chatina. Solo tenemos que ponernos a trabajar duro. Pero eso para nosotros está chupado, ¿verdad?

Goyo le tendió el folleto que había sacado del bolsillo y luego se recostó en el sillón y cerró los ojos, como si todo estuviera hecho y solo quedase esperar.

Tina sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, aunque no sabía si de la emoción o del miedo. Las letras se le emborronaban ante los ojos mientras leía lo que Goyo le había dado.

Se trataba nada menos que de las bases de un concurso de novela erótica. Tuvo que leerlo varias veces para comprender lo que estaba leyendo, porque pensó que debía de estar loca.

¡El premio eran 500000 euros!

(Que quede) Entre nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora