Fuimos la envidia de todos

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Los primeros años de convivencia fueron perfectos (siempre y cuando él tuviese su espacio para llevar a cabo sus negocios y yo no husmease en sus cosas), al principio todo era idílico, y las mujeres de los hombres de confianza de Santiago hacían el papel se ser mis amigas, de un modo tal, que hasta me lo creí. Pero solo era fachada, porque ellas solo buscaban en mi su propio beneficio económico. El estar acompañando a la esposa del jefe a centros de belleza, peluquerías o todo tipo de tiendas, era la acción lúdica perfecta, porque tenían totalmente gratis la vida de sus sueños. Algo totalmente impensable para chicas sin estudios procedentes de familias humildes, el estar rodeadas de servicios y lujos a ese nivel, era algo inalcanzable para ellas. Por eso eran el séquito perfecto para una chica con apenas veinte años, eran capaces de hacer cualquier cosa, para no perder sus privilegios. Con el tiempo descubrí que en esa relación no había nada de verdad, todo era ficción, ni mi vida era perfecta, ni mis amigas eran amigas ni mi marido era el hombre perfecto.
Las risas falsas de aquellas chicas con sed de vivir a todo lujo eran lo más parecido al calor humano que pude sentir esos días. Santiago, solo en cuestión de semanas comenzó a mostrarse distante (puede que problemas en su "trabajo", o puede que ya se estuviese cansando de mi), y mi cabeza no dejaba de dar vueltas a todo, en verdad, no tenía otra cosa que hacer, aunque pongas interés en llenar las horas del día, siempre queda mucho espacio libre para escuchar tus pensamientos. Las ocupaciones frívolas de un grupo de chicas que eran el centro de las miradas de todos poco a poco dejaron de interesarme. Me preocupaba mi marido, sus problemas, mi vida junto a él, y por eso quería saber de sus problemas, para hacer todo lo posible por ayudarlo. Otra quizás hubiese preferido quedarse al margen y vivir entre algodones ajena a todo lo que ocurre fuera de su burbuja. Pero yo no, aun sabiendo que mi matrimonio había comenzado con mal pie, y yo era parte de una relación pactada. Decidí coger el timón de mi vida e intentar comprender a mi marido, porque de algún modo, yo fui capaz de ver detrás de los inexpugnables muros de su fachada un hombre con un resquicio de bondad, y me autoimpuse la tarea de reavivar aquella chispa. Pero, con el tiempo descubrí que esos muros no tenían puertas de acceso, tampoco ventanas. Su interior era algo que nadie debía ver, y de algún modo haber sacado a relucir aquello hubiese sido un error, un problema. El jefe debía de ser frío, impenetrable, pero sobre todo dar la impresión a todos de carecer de sentimientos, eso es lo que le había llegado a llegar donde estaba. Su estatus era algo ganado a la fuerza a base de saber moverse en un mundo hostil en el que la vida apenas vale nada. Parecer débil ante gente así hubiese sido su fin y también el mío.
Pero yo estaba empeñada en conocer a mi otro marido, ese que me besaba con pasión en la cama, y me dibujaba con su dedo corazones en mi espalda. Yo me decía a mi misma que tras el brillo de esos ojos y esa barba de seis días, tenía que haber algo más. No me confirmaría con migajas, lo quería todo. Ya tenía al amante perfecto, que sabía de sobra como hacerme gozar en la cama hasta límites que creí que ni existían, también una vida de lujos y todo lo que una mujer pueda desear, pero sentía que me faltaba algo. De algún modo me empeñé en sacar de Santiago un hombre romántico con el que compartir el resto de mis días, alguien con el que poder tener una conversación sabiendo que no existen los secretos, poder saber realmente el trasfondo de su historia. Esperaba descubrir que le había hecho daño en su infancia, mientras yo le contaba la mía.
Pero me di cuenta que todo aquello que yo quería, era simplemente fantasía. Jamás tuve acceso al hombre que imaginaba, realmente ni sé siquiera si algún día llegó a existir. Los ojos tiernos que me miraban y que yo creía que eran los de un hombre bueno que había sufrido mucho en la vida, solo mostraban a un Santiago que sólo sentía por mí un fuerte deseo, yo era una posesión suya, un objeto sexual con el que desahogarse al llegar a casa, o escribirme engalanada en sus fiestas. Solo era otra muestra más de su poder. Y acabé resignándome a ser solo aquello. Su posesión más preciada, algo que, como todo con lo que se encaprichaba, acabó siendo pasajero.
En esas fiestas nocturnas yo era el centro de las miradas de todos, aún puedo oírlos cuchicheando a mis espaldas. Tardé podo en darme cuenta que aquel palacio era una cárcel, que mis vestidos de alta costura algo similar a un pijama de rayas y que mi propio marido era mi carcelero. A veces pensé ben escapar de mi urna de cristal, pero ¿a dónde podría ir?, y, conociendo a Santiago, si me encontrara ¿qué haría conmigo? No consentiría una traición, estaba segura, y sería capaz de mover cielo y tierra para lavar su imagen (como si eso fuera posible), sólo le importaba que todos lo respetaran. Una muestra de flaqueza era algo inadmisible.


LA MUJER DEL JEFEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora