Poniendo en orden los recuerdos

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Me ha costado mucho llegar hasta donde estoy, y aunque ha sido un camino complicado no me arrepiento de nada. Lo que hice hecho está.

Mi nombre es Laura, y me quedan sólo unas horas para cumplir setenta y dos años, quiero aprovechar ahora que aún puedo, para contaros mi historia, y así poder hacer el balance de lo que ha sido mi vida. Mi cabeza no es la que era, y es cuestión de tiempo que mis recuerdos se acaben desvaneciendo como unas hojas secas que arrastra el viento.
Hoy puedo contemplar la puesta de sol con total tranquilidad desde mi lugar preferido: un balancín de madera fijado a las gruesas vigas del porche de esta gran casa. Desde aquí he visto pasar prácticamente mi vida entera. En este lugar he vivido situaciones de todo tipo. He pasado miedo, he conspirado contra hombres muy peligrosos, he besado, amado e incluso llegué a ver sangre justo donde hoy tengo apoyados mis pies filtrándose entre los viejos tablones.
Parece mentira que un rincón tan apacible rodeado de un ambiente idílico donde se mezclan las sombras de grandes árboles con los trinos de los pajaros, pueda existir al mismo tiempo con un mundo tan oscuro, tan diferente. Pero así es la vida. La naturaleza que nos envuelve parece vivir en un mundo aparte del nuestro, totalmente alejado de nuestros problemas y disputas, casi siempre llevadas al límite por culpa de nuestro ego «ahora lo sé, ya no soy la misma. Todos mis años me enseñaron lo que de verdad es importante», porque todo se limita a eso, a auto convencernos de tener bien atendido nuestro ego, al costo que sea. Ya sea por mostrar al mundo (y de paso a nosotros mismos) que somos el ombligo del mundo. Nos encanta suscitar la envidia ajena. Que se mueran por estar en nuestro pellejo, poseer nuestros coches, nuestras casas, nuestras parejas, nuestro cuerpo, cubrirse de joyas o dinero pensando que así serán más felices, pero ahora ya sé por qué lo hacen, y por que yo antes también lo hacía. Porque eso es lo único que tenemos, pura fachada, y unas vidas vacías.

— Marta, ven por favor —dijo Laura con una voz desgastada, pero con la suficiente fuerza como para hacer que el timbre de su voz fuese oído desde dentro de la casa. No tardó en aparecer una chica de poco más de veinte años, que ella siempre reconoció que tenía un cierto parecido con ella, bueno, con la Laura de hace tiempo, tanto, que a ella le parecen siglos.

—Si señora. Dígame que desea. —Servicial como siempre, Marta, la hija de la anterior mujer del servicio, trataba a su jefa como si fuese su madre, y en verdad, era lo más parecido que tenía después de que muriese culpa de un cruel cáncer hace unos años.

—¿Que te tengo dicho? Que no me hables así, llámame por mi nombre. —Sabía que no lo hacía con mala intención, pero se negaba a tratarla como a una persona más del servicio. Para Laura, Marta era algo más, quizás al mirarla viese en ella a la hija que nunca tuvo.

— Siéntate a mi lado. Vamos ven. Quiero contarte una historia. —Y Marta, tan complaciente como siempre, se sentó junto a ella mientras sujetaba sus manos entre las suyas. Hizo una pausa mientras las arrugas de su rostro se fundían con el color rojizo del ocaso. En el brillo de sus ojos creyó ver un resquicio de la mujer que un día fué, esa que que el tiempo había convertido en una vieja llena de achaques, de dolores, pero a pesar de todo siempre tenía para ella una sonrisa amable.
Y así comienza esta historia, sobre un balancín en movimiento, en el que hay una mujer que fue pisoteada por la vida, y a su lado una joven que está a punto de descubrir lo que pasó en aquella casa cuando apenas era una niña. Y como pasa con la naturaleza, que vive ajena a nuestras vidas, Marta, también creció y se hizo mayor sin saber nada de esas historias. Quizás al descubrirlas ahora cambie por completo su vida.

LA MUJER DEL JEFEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora