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Un poderoso estruendo causado por un trueno iluminó el cielo de la lluviosa noche de principios de noviembre. Durante unos segundos, una joven en particular, respiraba agitadamente recubierta en sudor y las manos le temblaban como si hubiera observado a la mismísima muerte a los ojos. 

La joven, de cabellos cobrizos y mirada vacía, salió de la cama observando la hora que el pequeño reloj sobre su mesita de noche marcaba; las cinco de la madrugada.

Durante meses, cada noche la despertaba el mismo tormento, un dolor tan profundo en su corazón que no era capaz de descifrar. Un sueño recurrente la visitaba y en él, moría. Cada noche, sin posibilidad de cambiar el desenlace, daba su último suspiro sintiendo la agonía y la desesperación en su pecho con tanta impotencia que solo quería llorar.

En el sueño, caminaba por el interior de un bosque, siguiendo un camino de tierra que parecía estar ahí sólo para ella. Intentaba salir de él y entrar al bosque o dar media vuelta, pero no podía hacer otra cosa que andar de frente, directa hacia su ya conocida muerte. 

Al llegar al final del camino, un enorme río separaba ese lugar de la otra orilla, pero no se detenía, seguía caminando entrando al agua y en un punto, se encontraba totalmente sumergida y sin aire. Caminaba desesperada, en la más plena oscuridad a medida que la profundidad crecía y terminaba cayendo al profundo abismo de aquél río tan profundo. Quería nadar hasta la superficie, pero tan solo seguía cayendo sin moverse, mientras el oxígeno en su cuerpo terminaba y comenzaba a sentir el frío pánico de la desesperación y la muerte. Instintivamente terminaba dando bocanadas que solo le llenaban de agua los pulmones y eventualmente, comenzaba a perder la conciencia hasta que todo se volvía aún más negro… y abría los ojos en su cama.

Entró al baño cruzando el pequeño pasillo que lo separaba de su habitación y abriendo el lavado, se mojó la cara repetidamente con abundante agua, aún respirando agitadamente y temblando. 

«Ya no puedo más» pensaba afligida, aguantando las ganas de llorar.

Regresó a su habitación y se quedó sentada sobre la silla  de su escritorio con la única luz de los truenos que acompañan a la violenta lluvia.

Cuando el reloj marcó las siete, decidió darse una ducha y vestirse para su primer día de instituto en aquella ciudad. Su madre había recibido una buena oferta de empleo y no podían rechazarla.  Tras media hora, bajó hacia el salón mientras su madre ya estaba haciendo el desayuno.

—Buenos días, cielo —saludó su madre.

Era una mujer de treinta y cinco años, aún joven y con una prometedora carrera laboral por delante, de cabello cobrizo como su hija, Carla trabaja como doctora en el hospital San Nicolás, el más prestigioso de la ciudad. 

—Buenos días mamá —respondió Lía, bostezando debido al sueño—. ¿Me llevarás hoy al instituto? 

Carla la miró frunciendo el ceño, y respondió:

—Cariño, llevamos dos semanas en la ciudad y ya fuimos a verlo cuatro veces… ¿No recuerdas el camino?

La joven se cruzó de hombros mientras tomaba el plato que su madre le traía de la cocina abierta hacia el salón, y respondió dando el primer bocado:

—No es eso, es más bien que no tengo ganas de ir sola el primer día. 

Carla tomó asiento en la mesa tras dejar su desayuno y los cafés, y observando a su hija durante unos segundos, dijo:

—Eres particularmente única. Tienes diecisiete años y a esa edad, siempre quieren ir solos a todas partes, se sienten niños pequeños si sus padres los acompañan… y avergonzados, sobre todo. 

Dante: maldecido Donde viven las historias. Descúbrelo ahora