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¿Era quizás la luna la que le brindaba aquella atmósfera etérea y casi irreal a la planicie que veía desde la colina donde se encontraba de pie? ¿Era normal que en el mundo donde habitaban los seres mortales las cosas parecieran en realidad territorio de los dioses?

Los ojos negros como la noche más cerrada se elevaron hacia el cielo buscando una respuesta que sabía allí no hallaría; su rostro perfecto, su perfil delicado y anguloso y sus cabellos rubios en esos momentos echados hacia atrás fueron iluminados tenuemente por la luz mortecina y fría de la luna llena dándole un aspecto casi fantasmagórico. En aquel lugar no habitaba ningún ser humano y los animales parecían reposar ya entre los árboles y arbustos del lugar; la brisa fresca apenas movían las hojas, apenas tocaba sus cabellos y de casualidad, se atrevía a brindarle una caricia sutil a su piel nívea así como si de un saludo de bienvenida se tratase.

La bienvenida al mundo de los mortales, de los vivos.

Su rostro de nuevo descendió y sus ojos repasaron la planicie en apariencia vacía, carente de vida humana; las olas golpeaban a lo lejos los acantilados allí, las rocas de la playa un poco más acá acompañando a la brisa que movía las ramas cercanas y lejanas en un murmullo nocturno tranquilo, somnífero.

Y su cuello se estiró un poco más desde la colina pese a que su visión era perfecta, su oído envidiable. Sin mover un músculo más, sus ojos permanecieron fijos en un punto muerto entre los arbustos, allá donde aquel jardín en apariencia mágico se levantaba y al cual no se atrevía a...

— Qué sorpresa encontrarte en un lugar tan...pacífico, Hades.

Había sido apenas un susurro a sus espaldas. No, de hecho, el aludido sabía que ni siquiera la entidad a sus espaldas había hablado en voz alta sino que aquello solo había resonado en su mente, la voz apacible y en apariencia amable pero engañosa y un tanto maliciosa para aquel que ya le conociese con profundidad.

Y Hades lo conocía mejor que nadie. Después de todo, era su propio tío, Zeus.

Ni siquiera se inmutó ante el comentario sarcástico; era cierto, su naturaleza rehuía el mundo de los mortales, el territorio de otros dioses y sobre todo, la superficie plagada de seres humanos que no podía ni quería gobernar. Sin embargo, aún así...

— De vez en cuando me gusta la quietud de la superficie. Y no me llames así, por favor.— soltó la frase en un suspiro pesado, casi cansado mientras su interlocutor reía por lo bajo.

— No puedo verte, pero sé que tu rostro debe asustar, Aemond.

¿De verdad no podía verle? Aemond había optado por lo seguro y, pese a que sabía que era muy poco probable que algún ser humano se topara en su camino había decidido utilizar su artilugio favorito, el casco de invisibilidad. Sabía que en dioses menores funcionaba, pero ¿también lo hacía con el Dios de Dioses, con el que desgraciadamente reinaba los cielos?

Tendría que haberlo sabido antes, de hecho.

— ¿Qué haces aquí, justo en esta isla?

El aludido cerró los ojos sabiendo ahora de la protección que poseía y por el hecho de que Zeus se encontraba a sus espaldas; su ceño se frunció débilmente mientras intentaba que su temperamento no explotara y aquello derivara en una catástrofe para los habitantes de la superficie. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía a Zeus, décadas, siglos? El tiempo para los dioses claramente corría diferente y al ser inmortales, se volvía una cuestión despreciable y sin importancia alguna a punto tal que ellos mismos solían confundirse las épocas que transitaban los que sí les prestaban atención a aquellas cuestiones.

Aún así, la voz irritante y aquella necesidad de inmiscuirse en temas ajenos no cambiaba más en Zeus por mucho que eones que transcurrieran.

— Fue casualidad.

— ¿Casualidad? Oh bueno, ¿has visto el jardín de las peonías? Es el orgullo de tu sobrino, por cierto.

Amparado en la invisibilidad, Aemond apretó el puño y procuró por todos los medios que su ira no hiciese que la tierra se partiera en dos, que la isla se dividiera y fuese tragada por el mar ante el comentario malicioso del otro. Zeus era por lejos el más suspicaz de todos ellos; claro que aquello no era casualidad, y por supuesto que conocía perfectamente aquel jardín ridículo de peonías.

Y al mocoso del cual hablaba, sobre todo.

Sus párpados se levantaron y en su semblante se dibujó una expresión de angustia, de anhelo inmensurable; sus ojos oscuros se dirigieron allí, al punto del que Zeus parloteaba animadamente sin que Aemond captara una sola palabra vacía. Los arbustos en esos momentos reposaban oscuros, las peonías apenas se distinguían en la inmensidad y la distancia lejana desde donde admiraba la explanada. Aún así, Aemond sabía exactamente en qué sector del jardín reposaba su sobrino, en qué posición e incluso se creía capaz de contar las respiraciones acompasadas de su sueño, una tras otra.

¡Su expresión era tan dulce, tan tranquila y ajena a ellos, a él! Desde la distancia, el Dios del Inframundo pudo apreciar su piel blanca, su cabello negro; su expresión relajada, su perfil magnífico aún en la oscuridad.

Era tan diferente a Zeus que casi no parecía pariente suyo. Gracias a todos los dioses por eso.

— Debo irme, Daemon.

De nuevo, su frase cansina cortó la verborragia del aludido quien permaneció en un aparente triste silencio.

— ¿Tan pronto?

— Mejor pronto que tarde.

Daemon pareció pensar en sus escuetas palabras durante los segundos de silencio que siguieron mientras Aemond sufría por abandonar algo que, en primer lugar, no era suyo.

Nunca lo había sido, no lo era ni lo sería. Solo podía dedicarse a observar de lejos, a admirar sin acercarse.

— Tienes razón, este no es tu lugar.

Las cavilaciones fueron interrumpidas abruptamente por aquella frase de tono melifluo, de palabras suaves pero hirientes; Aemond finalmente volteó hacia su "tío". Este no temía mostrarse tal cual era, como siempre lo había hecho; su rostro era igual a como lo recordaba vagamente, la sonrisa instaurada en su rostro sabiendo que sus palabras sí habían llegado aunque sea a irritar a Aemond.

Había sido una clara advertencia para él, todo aquello. La presencia de Zeus en aquel lugar tampoco era casualidad, de hecho. Aemond lo sabía bien.

— ¿Puedo ver tu rostro antes de que partas, sobrino mío?

Si bien Hades deseaba asesinarlo, las palabras de su tío llegaron a conmoverlo un poco por el tono sincero de su pesadumbre filtrándose en ellas. No iba a retirarse el casco, pero...

La expresión un tanto cabizbaja de Daemon cambió radicalmente y su sonrisa volvió a brillar en su tez morena cuando Aemond retiró el casco a regañadientes. Su cabello rubio seguía impoluto hacia atrás, su expresión imperturbable.

— Lo sabía, tu rostro sigue dando tanto miedo como siempre. Así nunca conocerás el amor, Aemond.

Se había estado burlando de él, por supuesto.

— No he tenido tu dicha, tío.

— ¿No? Pensé que sí.

Claro que la tenía. Sin embargo, Aemond había experimentado lo que era un amor inalcanzable, quizás imposible y eso lo había transformado en un sentimiento mucho más poderoso e indestructible que muchas de las aventuras que Daemon probablemente en algún momento había llamado "amor".

Ni siquiera se molestó en despedirse porque, después de todo, Aemond ni siquiera debía de encontrarse allí. La imagen de Daemon se volvió al fin borrosa cuando su cuerpo terrenal abandonó la superficie y se sumergió en el que era su reino, por mucho que le pesara a unos cuantos.

Suspiró, al fin tranquilo en las tinieblas.

Iba a tener que tener más cuidado la próxima vez que asomara la cabeza en la superficie, si es que volvía a hacerlo. 

Detrás de aquel pensamiento, el perfil níveo de su sobrino apareció en su mente, relajándolo.

Arrebato [Lucemond]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora