De nuevo allí, en la superficie.
¿Realmente valía la pena exponerse ante la mirada inquisidora de Daemon? No se encontraba de cuerpo presente, pero Aemond sabía bien que su tío era capaz de dejar de lado y sin resolver asuntos de vital importancia con tal de espiar qué era lo que su sobrino hacía en el mundo de los vivos cuando, de hecho, solía despreciarlos bastante.
¿Que si valía la pena? Claro que sí. Había tardado meses y meses en volver a manifestarse en la tierra de los mortales no porque le temiese al juzgamiento de Zeus sino porque no podía concebir su propia debilidad; se había peleado consigo mismo largo y tendido acerca de aquellos sentimientos tan intensos e irrefrenables que lo convertían en un ser despreciable, miserable. Era un Dios eterno que existía desde el principio de los tiempos y nunca había llegado a caer tan bajo, ni siquiera ante los embates de su hermano.
Y aún así, sin embargo...luego de batallar contra sus propios sentimientos contradictorios, Aemond estaba dispuesto a sacrificar su propia dignidad e ir hacia la superficie con tal de ver una vez más aquello que en sus recuerdos sólo permanecía el atisbo de la perfección que realmente representaba para él.
Hades, el Dios del Inframundo, sufría por el amor no correspondido de una criatura de la superficie.
¿Era aquello una broma del destino?
No le importaba, de hecho. Ahora, a plena luz del día Aemond se sentía insuperable, invencible pese a no encontrarse en sus terrenos; los rayos del sol golpeaban sus hombros descubiertos, su cabello rubio y lacio pulcramente peinado hacia atrás, el viento apenas meciendo sus túnicas blancas al compás de la brisa marina. Las criaturas que lograban observarlo admiraban su belleza durante algunos segundos antes de sucumbir al segundo sentimiento que solía generar en aquellos que percibían su verdadera energía primaria: el temor. Aves, animales terrestres e incluso humanos sufrían el mismo efecto, una y otra vez a su paso.
Porque en aquella ocasión, Aemond se sentía particularmente impune y no había sentido la necesidad de ocultarse ante la mirada de aquellas pequeñas criaturas mortales. Pese a saberse en una pequeña falta, a veces disfrutaba de la reacción que tenían los demás al verlo fuera de lo que eran sus propios dominios, más allá del Tártaro.
Aquella isla era tan tranquila...tanto, que el tiempo parecía particularmente detenido en sus terrenos. ¿Sería obra de Zeus, tal vez? No sentía su energía concentrada allí y pese a que solía nombrar aquel lugar como suyo, realmente no le pertenecía. Quizás por eso Aemond se sentía en la libertad de rondar sobre sus colinas, entre los árboles, arbustos y a la vera de los arroyos sin percibir el fastidio de alguna interrupción no deseada.
Y con ese pensamiento en mente, se sintió aún más poderoso de lo que ya era atreviéndose a cruzar los límites que él mismo se había impuesto. Incluso, fueron sus propios pasos los que lo guiaron hacia lo que sabía era el inicio de aquel jardín encantado; las plantas allí parecían poseer otro brillo, otras cualidades que las hacían aún más llamativas al resto de la vegetación de la isla. Los pájaros incluso cantaban más alegremente, las flores eran más grandes y majestuosas y la paz que allí reinaba sencillamente no era normal.
Hades se sintió repentinamente incómodo, fuera de lugar. Aquello era hermoso, solemne y majestuoso a un nivel extraño; las plantas, los arbustos, los árboles, las flores...incluso los pájaros parecían dar una advertencia, un aviso indirecto y sutil de que debía salir de allí cuanto antes...antes que...
— ¿Hola?
Pocas veces durante los milenios de su existencia Aemond se había sentido completamente hechizado por un poder externo, nunca por una voz. El saludo inseguro había surgido detrás suyo y en ese momento se percató de que había estado tan absorto admirando el jardín al que había ingresado sin permiso y al mismo tiempo debatiéndose con salir de allí de una vez que no había detectado la presencia ajena acercándose quedando a metros de distancia de su posición. Luego, a los segundos de oír aquella voz malditamente perfecta, Aemond se percató realmente de la distancia que había entre sus cuerpos físicos; volteando despacio, pudo divisar al otro a unos cien, doscientos metros de distancia.
Y quizás había aún más; sin embargo, su voz había sonado fuerte y clara y Aemond se avergonzó de sí mismo por lo mucho que había tardado en darse cuenta que en realidad, aquel saludo había sonado directamente en su mente y no en su oído. Al voltear totalmente, pudo ver como la expresión en aquel rostro tan anhelado cambiaba paulatinamente de la curiosidad a la preocupación; sus cejas arqueadas ahora estaban fruncidas y sus labios entreabiertos ahora se encontraban presionados en una mueca compungida, sus ojos azules aún estudiándolo ignorante del peligro que realmente podía estar corriendo.
Probablemente era su mala cara, como solía decir Daemon. O tal vez aquella hermosa criatura lo había confundido con alguien más. De cualquier manera, Aemond lo observó perplejo cuando el otro frunció más el ceño, los brazos en jarra en apariencia confundido por su presencia allí.
Y al verlo en aquella postura, sonrió.
¡Cuánto tiempo hacía que Aemond no sonreía! Acababa de percatarse realmente de los siglos que debieron pasar desde la última vez que aquello había ocurrido, las comisuras de sus labios sintiéndose extrañas al elevarse, su rostro un tanto tenso por la falta de costumbre. Pese a la distancia, el de cabellos negros como la noche lo vio y sus cejas se arquearon de nuevo, sus labios rosados entreabriéndose una vez más para él.
Y poco a poco, le sonrió en respuesta.
Qué error había cometido Aemond en regresar a la superficie. Aquel a quien tanto anhelaba ahora le había visto y para su desgracia, le había mostrado la gracia de su sonrisa.
¿Qué clase de fuerza titánica tendría que emplear para no sucumbir a sus instintos más bajos, para no ser egoísta y adueñarse de aquel sobre quien no tenía ningún derecho?
Mientras observaba incrédulo como aquel agraciado ser se aproximaba lentamente sin temor alguno hacia él, Aemond se descubrió pensando con cierta indignación que si él no tenía derecho alguno sobre Perséfone, Zeus tampoco.
¿Quién se creía que era, después de todo? Era su tío, no su rey...y Perséfone era su sobrino preferido, no su pertenencia.
Además, no estaba haciendo nada malo.
No aún.
— ¿Nos conocemos? No, ¿verdad?
La sonrisa de Aemond se extendió un poco más y la de Perséfone así lo secundó. No sin cierta inseguridad, Hades aproximó lentamente el dorso de su mano hacia el rostro ajeno cuando estuvo a una distancia prudencial, apenas acariciando. Lo sabía, su piel era tersa como la seda, tibia como los rayos del sol. Incluso un leve rastro del perfume de las peonías le llegaba a la nariz, relajándolo. No pasó desapercibido para el Dios del Inframundo la expresión de sorpresa en el rostro ajeno al sentir el tacto de su mano. Su piel ardía, después de todo.
— No, pero me gustaría que eso cambiase. ¿Cuál es tu nombre?
Trató de filtrar la ansiedad de su voz, emoción que se acrecentó al ver la duda en el semblante de Perséfone. Incluso Aemond detectó un sutil temblor en sus cejas, un par de parpadeos rápidos y sus mejillas sonrojándose tan débilmente que sino hubiese estado prestando la atención que le daba jamás lo hubiese notado. Finalmente suspiró, la sonrisa volviendo a deslumbrar a Aemond .
— Lucerys. Me llamo Lucerys, ¿y tú?
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Arrebato [Lucemond]
RomanceEl Dios del Inframundo no había conocido el amor a lo largo de toda su existencia; sin embargo, logra encontrarlo en la criatura menos adecuada, la cual podría traerle conflictos que no podría resolver. Sin embargo, es capaz de cualquier cosa con ta...