De la voz de Candy Capt. 1

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Los personajes no me pertenecen. Son de exclusiva propiedad de Keiko Nagita. Por cierto, pido de nuevo excusas por cualquier inexactitud en la historia.

Llegamos hace varios días a una de las villas de la familia Ardlay en la campiña londinense. La verdad es que, de todas las propiedades de las que he visitado, esta me gusta mucho, pues es mucho más pequeña. Albert me dijo que fue donde vivió los más de seis años que estuvo estudiando en Londres.

Me comentó, además, que hubiera querido regresar a ver a esa pequeña hermosa que había conocido en una colina hacía mucho tiempo, pero le fue imposible ante la insistencia de la tía abuela de que debía partir de inmediato. De hecho, una de las cosas que me dijo fue que no había sido su peor escapada, pero la tía necesitaba una excusa para que por fin saliera de su encierro de años. Pero no podía ser en Estados Unidos, a riesgo de que fuera descubierto, sino lejos, bien lejos. Se fue a Londres, pero no al Real San Pablo, como los demás jóvenes de la familia, sino a la universidad, donde completó tres grados en ese período de tiempo.

De vez en cuando, Georges pasaba algún tiempo con él mientras estudiaba. Albert me dice que se la pasaba solo la mayor parte del tiempo, con alguno que otro miembro del servicio, tutores y demás personal que habitaba con él o cerca, pero que no era familia ni miembro del clan. La tía lo había hecho a propósito. Él no debía tener distracciones ni contacto con algún otro miembro hasta que se hiciera oficial su presentación. De todos modos, me expresó que había salido con varias chicas, claro, acompañados de chaperonas y a sitios cerrados para el resto del mundo. Ahora entiendo por qué le sentó tan mal Matilde. Pero también por qué se sentía como en una cárcel todo el tiempo. Por cierto, para suerte, no se envolvió con ninguna de esas muchachas con las que salía. Quizás no estaríamos aquí ahora, y sabrá Dios dónde estaría yo y con quién. No quiero ni pensarlo...

Ahora, por cierto, tanto Albert como yo apreciamos este tiempo solos más que nada, y también salimos muy poco. Pero no tenemos que escondernos si queremos salir, y a diferencia de América, donde todo es fanfarria y vida social, aquí no nos molestan, y rara vez se nos acercan en reconocimiento de Sir William. A Albert, por cierto, no le encanta que lo llamen así. Él prefiere ser Albert, y ser reconocido como un hombre común y corriente, aunque le fascine su fase de rico heredero encargado de un clan. Pero para la luna de miel, él es sólo Albert, para suerte.

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Nuestra noche de bodas la pasamos en Lakewood antes de salir de luna de miel, en el área que fue designada para que el patriarca se mantuviera escondido para luego salir inmediatamente a Chicago, donde pasaríamos pocos días también y luego nos iríamos para Europa. Estando en esa área remozada, sin embargo, aún recuerdo de niña, cuando Neil y Eliza me encerraron en la azotea de aquel lugar, y me asustaba la idea de irme para allá, aunque fuera con Albert. Aunque también supe que fue el "tío William", por cierto, el que me salvó de ese plan de encierro que gestaron Neil y Eliza en la azotea. Me enteré en una cena un día, que el gran Archi lo trajo a colación. La verdad es que tanto él como Albert estaban muertos de la risa con esa historia. Yo, al menos pude atar cabos, pero la verdad es que no me hizo ninguna gracia el asunto. Es que realmente sentí miedo. Al darse cuenta, ambos me pidieron perdón.

En fin, cuando decidimos irnos a nuestros aposentos, Albert y yo íbamos flanqueados por el servicio de Lakewood, entre ellos Dorothy. Ella me sonreía y me guiñaba el ojo. Quizás es que nunca pensó que, por Albert ser algo mayor que yo, que nos vería de marido y mujer, pero ahora que lo pienso bien, cuando él y yo estamos juntos, no lucimos tan distintos. De hecho, una vez le dije a Albert que las noches que había perdido buscándolo me comenzaron a pasar factura, y que comencé a envejecer temprano por su culpa. Y él, felizmente, lucía cada vez más joven, según decía, gracias a mí, pero siempre me sacaba la lengua embromando, porque la que empecé joven era yo, y la vida me cobrara ahora esa deuda, mientras que él estaba como unas pascuas, jovencito y rebosante.

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