De la voz de Candy Capt. 6

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Cuando llegamos al sur de Florida unos diez días después, tengo que confesar que me impresioné bastante. Jamás había visto un paisaje subtropical en mi vida. Al llegar a la estación, nos esperaba una comitiva del hotel, pero ni señales de los Leagan por ningún lado. Dejamos, por cierto, encargados los vagones familiares a la compañía de trenes del sur, y nos fuimos en caravana hasta llegar al hotel en que se celebraría la inauguración.

Cuando llegamos, quedé impresionada; era el hotel más lujoso que había visto en mi vida. Me sorprendió también que, a unos pasos, estuviera el mar, con su arena blanca y vista hasta el horizonte, que no dejó de cautivarme ni de enamorarme. Me di cuenta en ese momento de que el mundo era muy grande, y que yo sólo había visto una fracción de él. El mar se abría a mis pies, como un paisaje que ni mi imaginación hubiera podido recrear más allá de lo que había visto en libros, revistas y diarios. Al cruzar la calle, la vistosa entrada del hotel mostraba todo el lujo de la clase más alta de la sociedad, aunque Albert me explicó que ese hotel en particular tenía habitaciones más modestas para personas menos afluentes.

La realidad es que, en la mente de Albert, todo el mundo debía tener la oportunidad de disfrutar de tiempo para descansar, desestresarse e irse de vacaciones, a un costo razonable. Para ellos entonces, había una entrada lateral y a una recepción algo más modesta. La realidad es que me recordaba muy bien el ala este, escondida del resto de los humanos por una variedad de puertas secretas, y también de secretos bien guardados. En este caso en particular, los ricos no querían mezclarse con los menos afluentes, así que cada uno tenía su entrada. De todos modos, los servicios eran prácticamente los mismos, y eso porque mi esposo se encargó de que así fuera. Las habitaciones de los menos afluentes, sin embargo, eran algo más pequeñas y no tenían balcones hacia el mar, como la de los ricos, pero la distancia de unos y otros era la misma para ver ese mar, una belleza arquitectónica sin igual, ya fuera frente al mar o frente a la calle trasera al hotel. Cuando por fin me decidí a entrar al vestíbulo, me di cuenta de que los largos pasillos de mármol negro me llevaban a una recepción muy lujosa. No me había dado cuenta, pero en la recepción había un rostro que debió haber sido familiar para mí, si no fuera porque yo miraba el fino espacio con suma atención.

"Buenas tardes, señor, señora Ardlay", me saludó una voz masculina que no tardé en reconocer.

De pronto, mi atención fue captada por un rostro afable y conocido. Era Stewart. Jamás pensé verlo, pero allí estaba, y me saludaba como Sra. Ardlay. No, si me imagino la sorpresa cuando se enteró de que yo me había casado con mi benefactor. Yo, esa niña que alguna vez disfrutó con todo el servicio de la villa Leagan, que de pronto era recibida como una gran dama, matriarca, nada menos de ese clan que inicialmente me recibía como niña abandonada en un Hogar, como una sirvienta. Yo no pude más que hacer una reverencia, pero luego aprovecharía para preguntar por Mary y el Sr. Whitman cuando tuviera alguna oportunidad. Y no, no fue porque estuviera con mi marido que me privé de saludarlo como era debido. Mi esposo es toda una celebridad, y no quería que por ser lo espontánea que suelo ser, terminara colocándolo en una posición incómoda, no que a él le importara demasiado, pero esta era de las cosas en las que más había insistido la tía abuela en medio de sus lecciones de etiqueta. Albert es innegablemente una figura pública, y como tal, y así mismo debía comportarse su esposa. No quería, entonces, defraudarlo en esa encomienda, aún con su mente abierta y simpática disposición.

Ambos sabíamos que era parte de la etiqueta que debíamos seguir. Más bien, aún sabiendo la relación que yo había tenido con Stewart y Mary, optó por no hacer lo mismo que con Doug, que tomó el asunto a broma. Pienso, por cierto, que se debía a que el hotel estaba repleto de todo tipo de personas, incluyendo de gente de la prensa que se estaba hospedando allí, aunque no supiéramos quién era quién, y por eso no queríamos llamar la atención de la peor manera. Pensé que no querría causar un escándalo por ser siempre tan espléndido. No que no quisiera saludar al buen Stewart como era debido, sino que él mismo sabía, y luego me confirmó cuando tuvimos la oportunidad de charlar que, efectivamente, actué con prudencia.

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