Phoenix Tefra odia la lluvia. La humedad le encrespa el pelo, el frío se le mete en los huesos y el cansino repiqueteo del agua en la ventana hace que se levante con un gruñido.
Le suena la alarma al mismo tiempo que abre la despensa y se acuerda de que ayer se le acabó el pan y no fue a comprar más. Chasquea la lengua con la nariz arrugada y vacía el paquete de cereales en la taza que ha dejado a medio llenar con lo que le quedaba en el último cartón de leche.
Se lava los dientes y sale con las llaves en la mano y la mochila al hombro. Al atravesar el portal, ve por el hueco del buzón el tercer aviso por impago de su casera. Lo ignora de la misma forma que lleva haciendo durante toda la semana y pone el piloto automático bajo el paraguas hasta llegar al instituto. Lleva inscrita allí cuatro años. Cuando acabe el curso, quemará su aspecto actual y se presentará con uno nuevo en otro instituto para pasar allí los siguientes cuatro años. Y así una vez, y otra, y otra, hasta que no queden más institutos en aquella ciudad y deba irse a otra para empezar de nuevo. Después de varios centenares de años, se ha acostumbrado al nomadismo y a sobrevivir por su propia pata. Al fin y al cabo, no puede contar con nadie más. Es el último fénix. Está sola y tiene que sobrevivir.
Sobrevivir, por ejemplo, a este día oscuro y lluvioso. Y ese paraguas es la cosa más inútil en la que ha invertido su valioso y escaso dinero. Tiene empapado el dobladillo de los pantalones, y también le ha caído agua en la mochila. Con el ceño fruncido y los labios arrugados, Phoenix arrastra los pies por el cartón que los conserjes habían colocado a la entrada del instituto y trata de cerrar el paraguas al mismo tiempo.
Se pilla los dedos, gruñe, fuerza el mecanismo y se le parten dos varillas. Mantiene el grito en la garganta y solo el par de alumnos que pasa por su lado la ven desesperar por el rabillo del ojo. Resopla por la nariz, en ese momento le da igual el humo que se le escapa de las fosas nasales, y arroja sin miramientos el paraguas a la papelera más cercana antes de subir a pisotones los tres pisos que hay hasta llegar a su clase.
Se sienta cerca de la última fila, al lado de la ventana, no porque le guste admirar los balcones llenos de cachivaches del edificio vecino, sino por la bendita estufa que algún arquitecto de gran inteligencia había decidido poner debajo del cristal. Phoenix deja la mochila y el abrigo en el suelo, se quita las botas y pone los pies sobre el radiador para que se le sequen los calcetines.
Según pasan los minutos, el aula se va llenando de gente, ruido y humedad. Phoenix lee en su teléfono a la vez que está pendiente de que nadie se sienta a su lado. No necesita amigos que hurguen en su vida personal, inventarse explicaciones coherentes resulta agotador a largo plazo, ya lo ha intentado. Prefiere la comodidad de no tener lazos ni responsabilidades con otra gente que, además, en cien años estaría bajo tierra mientras ella seguía en algún instituto dos ciudades más allá. Elegía ciudades de forma deliberada, no le importaba el tamaño, mientras tuviera más de diez mil habitantes. Había descubierto por las malas que en los pueblos es demasiado fácil reconocerla, que la gente le toma cariño demasiado rápido y en general se hacen demasiadas preguntas. La idea era no existir, ser invisible e imperceptible.
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Plumas Extintas: El Fuego y La Lluvia [Completa]
NouvellesPhoenix es la última de su especie sobre la faz de la tierra. Sobrevive mimetizada entre humanos adolescentes, en ciudades pequeñas, sin llamar la atención. Hasta que Shang aparece y tambalea la estrategia que tan bien le ha estado funcionando duran...