PRÓLOGO

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Muerto «él»; tendido, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba que aún me
parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo, ¿qué me restaba en el mundo ya?
En él cifraba yo mi luz, mi regocijo, mi ilusión, mi delicia toda..., y desaparecer así, de
súbito, arrebatada en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como
decirme con melodiosa voz, la voz mágica, la voz que vibraba en mi interior produciendo
acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»
¡Seguirlo! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, a la altura de mi dolor, y el
remedio para el eterno abandono a que me condenaba la adorada criatura huyendo a lejanas
regiones.
Seguirlo, reunirme con él, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla
delirante, exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin ti? Mira cómo he sabido
buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe poder alguno de la tierra ni del
cielo.»

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