MI SUICIDIO

CAPITULO 2

Una vez al llegar cansado del trabajo te vi en el amplio sofá donde nos sentábamos tan juntos como si fuese
estrechísimo; allí la chimenea hacia cuya llama tendía los piececitos, y a la cual yo, envidioso, los disputaba abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente.
Y por último, como maravillosa resurrección del pasado, inmortalizando su adorable
forma, él, él mismo... es decir, su retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra maestra
de célebre artista, que lo representaba sentado, vistiendo uno de mis trajes preferidos, la sencilla y airosa funda de blanca seda que la envolvía en una nube de espuma. Y era su actitud familiar, y eran sus ojos azules y lumínicos que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para exclamar, entre halago y represión, el «¡qué tarde vienes!» de la impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían a mi cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales me había cautivado un alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor de la existencia... Allí, ante todo cuanto me hablaba de él y me recordaba nuestra unión; allí, al pie del querido retrato, arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo
de la pistola inglesa de dos cañones -que lleva el remedio de todos los males y el pasaje para arribar al puerto donde «él» me aguardaba...-. Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie: los cerraría mirándola, y volvería a abrirlos, viéndola no ya en pintura, sino en espíritu.
Pero no lograba disparar, no lograba tener el maldito valor para acabar con mi patética vida. Apesar de que me repetí que lo vería en aquel plano astral de la muerte mis dedos no eran capaces de jalar del gatillo, a si que resignado me echaba  a llorar postrado en el frío suelo de aquella sala asta despertar al día siguiente...