Capítulo 7: Uno de los nuestros

2 1 0
                                    

Por primera vez en mucho tiempo, no me siento cansado tras haber dormido mal. 

He pasado toda la noche... nervioso. Es estúpido, pero es la mejor forma de describirlo. El alivio que sentí ayer al hablar por fin con el grupo de Kathrin ha sido sustituido por una nueva inseguridad: ¿Realmente soy parte de ese grupo, o tan solo fue algo esporádico?

Aún así, prefiero esta sensación de duda a la certeza de estar solo. 

No he desayunado. Por alguna razón, hoy no me ha importado saltarme esa parte de mi rutina. Pero sé que me va a pasar factura tarde o temprano, de modo que, nada más cerrar la puerta del coche de mi madre y de despedirme de ella agitando la mano me encamino directamente hacia la cafetería. Aún quedan veinte minutos antes de la primera clase, me da tiempo a comer algo.

Abriendo la puerta de la cafetería, lo primero que hago es avistarles: Gabriel está acodado sobre el mostrador, charlando animadamente con Gonzalo y Kathrin, ambos de pie frente a él. 

Ahora que vuelvo a verles en persona, reconozco que vuelvo a sentirme igual que ayer. De pronto, ese optimismo cosechado en las últimas horas desaparece. Me quedo quieto, frente a la puerta del local, que se desliza detrás de mi lentamente sobre el felpudo y acaba cerrándose con un golpe sordo, apagando los ruido del exterior. Esas tres personas que hay junto a la barra son, aún, desconocidos. Tan solo conozco sus nombres. ¿Será suficiente...?

—¡Germán! ¿También vienes a desayunar?

Siento un agradable calor en el pecho. Se acuerdan de mi nombre. Eso es suficiente. 

—Hoy, sí. No he comido nada —camino hacia ellos. Reparo, por fin, en el resto de la cafetería: no hay prácticamente nadie más. Algún alumno entra de vez en cuando, pero pide rápidamente y se va en seguida. Empiezo a fijarme en que el lugar está impregnado en un discreto aroma a pan tostado. 

—Nosotros venimos aquí todas las mañanas. Invariablemente —añade Gabriel, a medida que me acerco a la barra, junto a ellos. Gonzalo me saluda con un discreto asentimiento. Kathrin, por su parte, me dedica un cómico guiño antes de dar un sorbo a su café—. Gonza y yo venimos pronto siempre, y Kat se pasa por aquí antes de entrar a clase. Así que ya sabes cómo encontrarnos. 

—Lo tendré en cuenta —me río, alzando una mano para llamar la atención del camarero al otro lado de la barra. Pido un café con leche y elijo una pequeña napolitana entre las que se exponen bajo un cristal en el mostrador. 

—¿Cómo vienes tú? —pregunta el chico de pelo largo, distraídamente. 

—¿Cómo qué?

—A la universidad, quiero decir. 

—Me traen mis padres. A veces cojo el bus, pero...

—¡El autobus es una mierda! 

—Iba a decir algo parecido —comento, mordisqueando la napolitana. Kathrin alarga un brazo y, tras tardar unos segundos en comprender por qué lo hace, chocamos puños—. ¿Tú también vienes en bus?

—Sí. Tengo el carnet de coche, pero no tengo el dinero ni las ganas como para comprar uno. 

—Por eso me lleva Gabriel —interviene Gonzalo, sin mirar a nadie en concreto—. Durante los años de secundaria, usaba el bus, pero es horroroso. Los horarios cambian día sí y día también, y nunca son convenientes. 

—Le traigo todo los días, y aún no me ha pagado la gasolina... —susurra el aludido, como si su amigo no pudiera oírle. Kathrin y yo le reímos la gracia, pero Gonzalo frunce el ceño.

El Primer PasoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora