Amaneció un domingo despejado. El sol brillaba intensamente en lo alto del firmamento. Era un día precioso. Recuerdo oír el canto de los pajaritos desde mi ventana y los rayos de sol inundando cada rincón de mi habitación. Aquel día me sentía feliz. Había pasado una semana desde que conocí a aquel misterioso chico y no lo había vuelto a ver.
Bajé a la playa temprano. Un viento suave acariciaba mi piel morena y la arena se entrelazaba entre los dedos de mis pies. Era un día caluroso, casi de verano. La playa estaba tranquila, tan solo se oía el murmullo de las olas al chocar contra la costa. Extendí mi toalla en la arena y me tendí sobre ella. Cerré los ojos y me puse a pensar.
Un objeto golpeó mi cabeza y me hizo volver a la realidad. Entonces lo vi, era el chico del otro día, acercándose hacia mi con firmeza.
-Lo siento.- dijo con una voz cálida y tierna, mientras recogía la pelota que me había golpeado- Me llamo Michael. ¿Y tú?
En ese momento me quedé paralizada. Estaba allí, delante de mí, sonriendo y con la mano extendida, para que yo se la estrechara. Mi cuerpo no reaccionaba y no podía moverme. Las mejillas me ardían, supuse que me había sonrojado. Me armé de valor y le devolví la sonrisa.
-Hola, soy Amy- dije cuando al fin pude pronunciar algo coherente.
Le estreché su mano y él volvió a sonreír. Nos quedamos en silencio durante algunos segundos, mirándonos a los ojos.
-Bueno, me marcho. Ya nos veremos.- se despidió él.
A continuación, se dio la vuelta y se marchó. Yo me quedé allí, parada y mirando como su silueta se alejaba hacia el lugar dónde estaban sus amigos. ¿Había sido real? Me pellizqué para comprobar que no estaba soñando. No podía creer lo que acababa de suceder, nos habíamos conocido. Lo que yo no imaginaba era que pronto los saludos de amigos se convertirían en besos y las sonrisas, en caricias.
Recogí mis cosas y me alejé de la playa, no sin antes comprobar que él me miraba y me despedía con la mirada.
