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Su nombre era Sana, Minatozaki Sana y venía cada viernes después de clases.

Tocaba la puerta como todos los demás clientes y se sentaba en el sillón mientras yo iba a buscar la mercancía. No compraba mucho, pero era constante.

Prefiero su dinero asegurado que los compradores ocasionales. Compraba de la buena. Esta vez me sorprendió. Se había teñido el cabello de rosa y llevaba una minifalda. Su blusa blanca escotada dejaba ver su brasier negro. A juzgar por su maquillaje, estaba por ir a una fiesta.

—Vaya, vaya. Hoy estas muy linda. ¿Vas a una fiesta? —pregunté al dejarla pasar.

Ella asintió con la cabeza y pasó casi temblando. Siempre había sido tímida.

—Mi papá tiene fiesta con unos amigos. Me pidió que me vistiera así.

—Oh, mierda.

El lugar donde vivíamos era un barrio pobre. Yo vendía lo que vendía porque era una forma de obtener dinero seguro y dependencia de mis vecinos. Mis proveedores me protegían y en la calle nadie me hacía nada. Pero los demás, los que no tenían dinero para huir a una mejor vida, tenían que hacer cosas horribles para ganar dinero.

Nunca me pregunté lo que hacía Sana para sobrevivir, o su familia.

—¿Vienes a comprar? —Me sentí estúpida en cuanto lo dije. Claro que venía a comprar.

Volvió a asentir, aunque insegura.

—No tengo dinero. Te lo daré después. O también pensé que podía pagarle a tu hermano de otra forma.

Aquello era una mentira mía. Mi hermano tenía trece años y vivía con mis tíos en un lugar menos caótico. Al que se refería era a Felix, un tipo tres años mayor que yo que me traía la mercancía, eramos amigos, pero a todo el mundo le decía que era mi hermano. Inhalaba un poco y veíamos caricaturas de los noventa en la televisión a todo volumen. Supuestamente, el negocio era suyo y yo sólo era su vendedora. Esa parte no era del todo mentira.

—Estás muy bonita para estar caminando por estas calles. ¿Lo que viniste a comprar es para tu papá o para ti?

Volvió a asentir tímidamente. Era de las pocas que todavía se avergonzaban de drogarse.

—Pagaré luego. Sabes que sí. Sólo así puedo aguantar sus manoseos.

Maldita niña tierna. Era de las pocas personas que no merecían vivir en ese infierno. Todos la conocían como la chica que había estudiado más allá de la secundaria. Pronto iría a la universidad, si no es que ya estaba en ella. Su único defecto era lo que me compraba, pero el hecho de que lo hiciera cada semana en vez de diario y a todas horas era un buen indicativo.

—Ven —le ofrecí mi mano. En vez del sillón la llevé a la habitación del fondo, a la verdadera sala de estar de la casa. Ahí había un colchón en el suelo, el cual, gracias a cobijas y almohadas, se había convertido en algo similar a un sofá al nivel del suelo —. Siéntate ahí.

Ella me obedeció mientras buscaba en una de las cajas del fondo, junto al mueble de la televisión. Felix me decía que era un lugar demasiado riesgoso para dejar la mercancía, pues si llegaba la policía la encontraría con facilidad. Yo le respondía que, si ellos llegaban, prefería que la encontraran rápido en vez de que destruyeran la casa buscando. Si nos atrapaban, poco se podía hacer, aparte de sobornarlos.

Tomé una pequeña bolsita con la dosis que ella solía comprar. Así las había preparado para ella y para los otros clientes habituales. Caminé hacia ella y también me senté en el sillón. Sana estiró la mano para tomar la dosis, pero yo la aparté. La miré con una sonrisa juguetona.

—Debes pagar, preciosa.

Ella parecía confundida.

—Ya te dije que no tengo con qué. ¿Dónde está tu hermano? Puedo pagarle a él.

No dejé de sonreírle. Me quité la chaqueta que llevaba encima por culpa del repentino clima frío. Ella desvió la mirada cuando me vio quitarme la camiseta y mostrarle que no llevaba brasier. Mis senos no eran muy grandes, pero sí tenían el tamaño suficiente como para desviar miradas. Solía llevar ropa suelta para que las personas inadecuadas no me miraran. Me consideraba una chica atractiva, alta, cabello largo y castaño y buen cuerpo.

Los ojos de Minatozaki casi se salen de las orbitas cuando me vieron acostarme, abrir la bolsita y formar una línea de polvo blanco sobre la curvatura de uno de mis pechos.

—Págame a mí.

Sana lo dudó por un segundo. La vi tragar saliva duramente e inclinarse con timidez. En su rostro adivinaba el dilema por el que pasaba. Aún conservaba decencia, por lo que sabía que se prostituía por droga, pero al mismo tiempo la quería, la necesitaba.

—Si hago esto

—No te cobraré— respondí.

Pobrecita. Con un enorme futuro y aun así se dejaba llevar por las drogas. La sentí inhalar y sus labios pasaron justo por encima de mi pezón. Ya estaba húmeda, pero sentir sus labios me hizo empapar. Y tal parece que a ella también, pues, justo después de introducir esa sustancia en su cuerpo, me miró con asombro y resopló con placer. Le sonreí triunfal. Debía hacerlo, tenía a la chica más bella del barrio sobre mí y acababa de pasarme la boca por las tetas. Ella no se lo tomó a bien.

—¿De qué te ríes, pendeja? — dijo exasperada. Sus pupilas eran enormes.

Antes de que pudiera responderle, sus labios se unieron a los míos y su lengua invadió mi boca. De pronto me sentí excesivamente vestida a pesar de sólo tener pantalones en ese momento. Sus manos las usaba para sostenerse encima de mí, por lo que no podía defenderse de las mías.

Violencia & SexoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora