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Mi invitada tenía hambre. Bajé de mi auto con una bolsa traía un pollo asado dentro. Aunque el barrio era peligroso, mis vecinos me tenían en buena estima. Los adictos, maleantes y malvivientes, no muy diferentes unos de otros, no solían meterse conmigo por dos razones: podía negarles las ventas o podrían buscarse un problema con el jefe de Felix, Kim Jingsu. Y con él nadie quería meterse. Por estas razones bajé sin preocupaciones y me tomó por sorpresa el empujón del hombre que apareció por mi espalda.

—¡Fíjate, imbécil! —grité al darme vuelta.

Un hombre de unos cuarenta años, con la camiseta llena de sudor y unos pantalones desgastados y sucios, se me acercó demasiado.

—¿Dónde está mi hija? — dijo con tono amenazador. Su aliento alcohólico me hizo dar un paso hacia atrás.

Me llevé la mano al pantalón y tomé la navaja que siempre llevaba ahí. La desplegué con rapidez y le apunté al cuello.

—No sé de qué mierda me hablas, amigo, pero vete a la mierda, ¿oíste?

—La señora Park la vio caminar hacia aquí y no la vio regresar. ¿Dónde está mi escuincla?

Ni aunque lo supiera, se lo diría.

—Vete de aquí o tendrás un problema con Jingsu. Él vendrá, te subirá a su auto y todos tus borrachos amigos tendrán miedo de decir que alguna vez te conocieron. Largo —Dije y le puse el cuchillo en el cuello.

Ese hombre, mirando a su alrededor en busca de ayuda, dio unos pasos hacia atrás y se dio vuelta. No me moví de la acera hasta verlo cruzar la calle y seguir su camino. Mi pecho subía y bajaba mientras lo observaba avanzar. Quería alcanzarlo y apuñalarlo un par de veces, pero había demasiadas personas en las ventanas. No me quedó más que calmarme y recoger la bolsa con comida que había caído al suelo.

—Pendejo —dije en voz alta.

Me dirigí a la reja de mi casa y luego al interior. Quise respirar hondo para sentirme en mi hogar, pero unos ruidos arriba lo evitaron. ¿Era mi invitada? Puse la comida sobre la mesita de la sala, donde solía poner el producto para los consumidores. Vi rastros de polvo blanco.

Maldita sea. De nuevo había encontrado el escondite, pensé. Pero luego vi una cuchara en el suelo. Estaba quemada.

Los ruidos se intensificaron. No eran de mi invitada. Eran respiraciones rápidas y agresivas con un tono grave. De nuevo desplegué la navaja y subí las escaleras. No lo hice rápido. Tal vez debí hacerlo. Di pasos lentos hasta llegar arriba y luego por el pasillo avancé hasta la habitación de donde provenía el ruido, o sea la mía. Unos gruñidos fuertes me hicieron detenerme. Eran más pausados que los ruidos, anteriores, casi como sonidos de alivio. Luego escuché los resortes del colchón como si hubieran dejado caer algo en él.

Temí lo peor.

Fue entonces que di un salto hacia el umbral de la puerta. Estaba abierta y pude ver a un hombre alto, alargado y de piel clara. No llevaba camisa y sudaba. Resoplaba como si acabase de tener una gran actividad física. Bajo él, con las piernas abiertas estaba mi invitada, Sana... con los ojos en blanco y casi inconsciente. Su falda la tenía levantada hasta el estómago y su ropa interior estaba a la altura de su tobillo, en la pierna que colgaba fuera de la cama.

—Oh, ahí estás — dijo aquel hombre con una sonrisilla burlona y satisfecha — No nos dijiste que ahora también manejabas putas.

—Jay —dije con dificultad. Era uno de los repartidores del jefe. Era él quien le dejaba los productos a Felix. En ocasiones entraba sin avisar a la casa, ya fuera por exceso de confianza o para demostrar control. A mí me tenía por amiga de Felix, sólo eso y nada más. No sabía que era yo quien manejaba esa sucursal, o por lo menos no debería saberlo. Yo no era de su organización, por así decirlo — Ella no, no es una puta.

—¿Ah, no? ¿Entonces por qué se me insinuó para que le diera un poco de droga? Parecía dispuesta a todo. ¿Cierto, bebita? —le dio unas palmadas en las mejillas para que reaccionara. Sana sólo exhaló un poco y balbuceó algo.

—Es sólo una amiga. La dejo quedarse conmigo. Inhalamos juntas. Yo lo pago todo —Respondí, temblando, aunque no de miedo.

Él se levantó. Su miembro seguía húmedo y lleno de una mezcla de líquido transparente y blanco. Se subió los pantalones y se acercó a mí. Olía a sudor y no sólo del reciente. Sus tatuajes se veían aún más feos de cerca.

—¿Y de dónde sacas el dinero para pagarlo todo? —dijo a sólo unos centímetros. Me acaricio el hombro. No pude hacer nada. Luego rio y pasó junto a mí para pasar al pasillo — Bonita navaja. —Dio unos pasos rumbo a las escaleras y cuando estuvo uno o dos escalones abajo gritó— dile a Felix que le dejé la nueva mercancía en el cuartito del colchón, en dónde está la tele. El dinero debe darlo el próximo domingo, sin excusas. Nos vemos, preciosa.

No me moví. Lo escuché bajar los escalones y después de unos tres segundos oí la puerta cerrarse. Me pregunté cómo había llegado si no había visto su auto cerca de la casa, pero entonces recordé los autos cercanos a la esquina con tipos fumando en su interior. Tal vez eran de él. Pero eso no era importante.

Dejé caer la navaja, la cual había olvidado por completo, y corrí hacia la cama.

—Sana, Sana —exclamé. Ella estaba pálida y su mirada estaba totalmente perdida. La sacudí un poco, pero sólo emitía unos débiles sonidos dando a entender que estaba por quedarse dormida —Maldita sea —Exclamé al ver su entrepierna. Enrojecida, con líquidos asquerosos y con una leve fragancia del aroma corporal de Jay. Cerré los ojos con fuerza y quise imaginarme que no estaba ahí — Sana. No debí dejarte sola.

No era mejor que Jay, pero en mi mente, lo hice por su bien. Los animales lo hacían para curarse, por lo que quise hacer lo mismo. Me incliné en aquella entrepierna abusada y sintiéndome totalmente como basura, limpié la sustancia blanca que escurría de entre sus labios vaginales con mi lengua. Unos leves gemidos me hicieron aliviar mi culpa por unos segundos.

¿Porque alguien inocente debía cargar con todo esto?

Violencia & SexoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora