Veintinueve

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Es sorprendente lo rápido que podían pasar seis meses. No estaba en situación de echar mierda sobre Kao porque cumplió lo acordado y se quedó en Los Ángeles durante todo ese tiempo e incluso ayudó a los padres de Kanawut a instalarse en la ciudad mientras yo cortejaba a su hijo.

Sí, exactamente, mientras lo cortejaba. No tenía ni idea de cómo habíamos pasado de follar en mi oficina en todas las posturas conocidas a que le sostuviera el maletín que siempre cargaba mientras lo escoltaba desde el metro hasta su lamentable apartamento cada noche, pero así fue.

Le pregunté si quería mudarse conmigo, y traerse a Up, a su viejo apartamento en Manhattan, que ahora ocupaba yo. Allí había espacio de sobra para los tres, pero me dijo que no y nunca volví a sacar el tema.

Íbamos a hacer las cosas a su manera, lo entendía.

Su manera era un asco, pero yo tenía que empezar a aprender a jugar según las reglas de otros si alguna vez quería llegar a algo significativo.

No dijimos explícitamente en voz alta que salíamos, pero era cierto que no solo nos acostábamos y, aun así, nos veíamos cada día.

Huelga decir que pasábamos todos los fines de semana juntos. Up nos acompañaba más veces de las que yo habría querido, pero estaba dispuesto a tragar con lo que fuera.

Fuimos a museos y al cine. Paseamos e incluso fuimos una vez a Coney Island. Up se trajo una cita en esa excursión —un tipo grasiento llamado Hal—, así que tuve unas pocas horas para llevarme a Kanawut detrás de un edificio y besarlo con tanta fuerza que el hormigón le dejó quemaduras en la espalda por la intensidad.

Up se metía conmigo a menudo y me preguntaba qué clase de rico era si no tenía una casa en los Hamptons, hasta que al final cedí y alquilé una durante un fin de semana, pero no sin antes hablarlo con el hermanito pequeño de Kanawut y dejar claro que si no traía a Hal, lo dejaría tirado a medio camino en la carretera de camino a la casa.

La semana antes de ese viaje a la playa visitamos otra vez el cerezo del parque. Para entonces, las flores habían desaparecido hacía tiempo, lo que resultaba, supongo, un poco deprimente. Peor todavía, la primavera casi había pasado y yo sabía que se me acababa el tiempo.

Esa noche nos fuimos a la cama otra vez, y no se pareció en nada a las primeras veces. Up necesitaba el apartamento del Bronx porque su novio dormía allí. Era la oportunidad perfecta para mí.

Le pregunté a Kanawut si quería dormir en mi apartamento y dijo que sí. No organicé una cena con velas ni le compré flores porque eso habría sido mentir, y le había prometido que no le mentiría. Pero sí que pedí comida vietnamita del restaurante que le gustaba y compré bebida.

Llegó después del trabajo y se quitó los zapatos —amarillo limón con topos verdes— mientras murmuraba algo sobre que estaba a cinco segundos de abandonar y empezar a combinar deportivas con trajes baratos, como el resto de los abogados y contables de Nueva York.

Sonreí y le serví una copa de vino. Yo ya me había cambiado y llevaba unos tejanos y una camiseta.

—Hum, tú en traje y deportivas. El antídoto perfecto para una erección.

Él se echó a reír y me tiró uno de los zapatos en broma, fallando a propósito. Yo arqueé una ceja, me acerqué a él y le entregué una de las copas rebosantes de vino.

—Últimamente estás muy agresivo. Debe de ser toda la tensión sexual reprimida.

Sin darle opción a réplica, me volví y empecé a abrir las cajas de la comida y a prepararnos los platos. Bebió un poco de vino y noté sus ojos sobre mi cuerpo.

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