capítulo iv.

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Money, Money, Money.
ABBA.

"Money, money, money
Must be funny
In the rich man's world".

El cordon que bordeaba la calle por la que avanzaba era cubierto por hojas secas que toman matices anaranjadas y rojizas, tales como aquellas nubes que quizás dos horas antes habían adornado el crepúsculo al marcharse el sol por una delgada linea perdida en el horizonte. Cuando sus últimos rayos dejaron de despedirse a través de la blancura de las nubes que ensuciaban el cielo, otorgandoles a ellas una belleza poco explicable, y la noche transcendió con una violencia tal como la de un buen y respetable miembro de la organización; firme, elegante, invencible. Un viento más bien ligero bailaba a través de los edificios, las empedradas veredas y las altas copas de los árboles de hojas oscuras, por su parte, su cabello permaneció estoico, atrapado en un gancho de cabello color negro, que no dejó siquiera un solo hilo fuera de sus garras aprisionantes.

Al final de aquella amplia vereda recubierta por adoquines rectangulares bastante pequeños, de un grisaceo claro, sus pies se encontraron finalmente con el primer escalón de subida hasta la continuación de aquel recorrido; eran escalones bajos, de poca altura que los diferenciara, pero lo suficientemente largo como para resultar agotadores de tan solo observarlos. Eran color cobrizo, pero solo quedaban restos nostálgicos de aquel tono, ahora relucía un color más opaco y sucio, por la tierra y los años, pero, en cuando alguna lluvia arrasara por las calles de aquella ciudad volverían a intentar recobrar lo que alguna vez fueron durante su jovial juventud. Eran cerca de doce, pero Jae-ri no contaría cada uno de sus pasos como si fuera una niña, así que adentró su primera pisada sobre el hormigón pinturrajeado. Habían perdido su brillo hacía años; no sería aquella la primera vez que atravesaba el lugar, y jamás volverían a verse como alguna vez habían deslumbrando, sin importar cuanto se esfrozaran en bruñirlas las manos del hombre y de Dios, pues nada era capaz de regresarle la vida a aquellas cosas.

Alguna vez brillo con belleza, juventud, jovialidad, pero se habría perdido aquello. No sería el mismo caso que las paredes oscuras de piedras, viejas, sucias, golpeadas, y que sin embargo seguían luciendo su firmeza sin que temblase siquiera un poco su estructura. Eso mismo pensaba Jae-ri de las personas. Tomas a alguien brillante y fácilmente se puede estropear; recordó vivamente la imagen se Gang-jae, despampanante, con la mirada más hambrienta que había visto en su vida hasta el día en que sus ojos se cruzaron con el oscuro iris de la difunda Ji-woo, quien yace ahora solo en el cuerpo de Hye-jin, viva por la organización, respirando tan solo con la idea de perecer en la venganza y entregarle su vida al mismo diablo que la metió en todo eso. Su mirada se distorsionó enseguida. Luz, brillo, jovialidad, juventud, fuerza, talento y éxito. Todo eso era lo que solía llegar al gimnasio, hombres que alguna vez llegarían a la cúspide allí dentro, y una vez logrado se convertirían en mosaicos viejos que guiaran el camino sobre el cual Mu-jin pasaba.

Nada de eso había visto en Ji-woo al llegar al gimnasio.

No era un joven que desprendiera lo mismo que todos ellos, tan siquiera el deseo de hacerlo, de volver a convertirse en el pequeño astro que alguna vez habían significado su juventud, aquello que les daba el pesame en el camino a convertirse en otro ladrillo patético en la vida de la organización. Hye-jin había enterrado mes y medio atrás a la jóven Ji-woo, la niña destrozada que había llegado a ellos cual cachorro desorientado con trucos lo suficientemente interesantes como para cautivar al gran Mu-jin, que sin más vueltas la escondió bajo su ala; no era un protegido, no era una niña desamparada que conmovió su corazón, a la cual el mismo entrenó con devoción para que tocase la grandeza, esperanzado, viendo en ella el reflejo de algo grande. Mu-jin no veía personas, no tan fácilmente, incluso si ella había disparado la primera bala al mantener su mirada sobre la de un hombre tal, si había ganado en su primera competencia, si había demostrado ser tanto como aparentaba. Mu-jin no venía una niña. Mu-jin veía un arma. Ji-woo había sido la pequeña chica que llegó, atrapada en un mar de ira y venganza, buscando encontrarse nuevamente, pensando que solo obtendría aquello cuando el nombre de su padre fuese sanado. Hye-jin era la daga que Mu-jin guardaba bajo su manga.

angel eyes, my nameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora