| Capítulo 2 |

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Nunca tuve una familia grande

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Nunca tuve una familia grande. Tampoco era buena para hacer amigos.

Crecí en el pueblo de San Juditas. Aquel pueblo destacaba no solo por su mala infraestructura y su ubicación tan alejada de la ciudad, sino también por sus habitantes, quienes compartían las mismas desventuras: hogares de madres solteras; padres ausentes; alcohólicos; hijos rebeldes; personas sufridas por la pérdida de seres queridos y gente que había dejado en manos vacías sus sueños. Algunos vecinos rara vez se soportaban, pero todos conocían y entendían la vida del otro. El Estado los tenía muy apartados de las clases acomodadas y sabían que tenían que ingeniárselas solos si querían sobrevivir. No había supermercados cerca, tiendas de ropa o restaurantes de franquicia donde se pudiera consumir. En el vecindario alguien estaba a cargo del cultivo, otro de la producción de alimentos, vestidos y materiales de uso doméstico, otro tanto simplemente se dedicaba a venderle a la comunidad. A través de cada acción de los habitantes, el trabajo lograba comercializarse entre ellos, lo que generaba una dependencia colectiva, no solo para obtener ganancias monetarias, sino también para satisfacer las necesidades que se presentaban. Me gustaba estar ahí, con toda su naturaleza y su fresco aroma. Las cabañas parecían estar hechas de un material desgastado y probablemente cualquier desastre natural nos hubiera dejado a todos en la ruina, pese a eso, parecíamos restarle importancia porque la verdad, y sin el afán de engañar a nadie, tenía una de las vistas más hermosas gracias a su enorme presa, donde se iban a pescar algunos señores de edad ya avanzada. A pesar de los amargos momentos que solíamos tener, ese pueblo estaba lleno de paz. El único ruido que conseguía desconcentrarme era el picoteo de una gallina que se posaba en una de las repisas exteriores de nuestra casa, ese animal me exigía las boronas de un bolillo que yo apenas si había mordido. Recuerdo que casi podía escucharla berrear a pesar de haber tenido los ventanales bien cerrados. O era muy caprichosa o siempre se estaba muriendo de hambre.

Yo creo que por eso me acostumbré mucho a los ambientes tranquilos.

Únicamente había una escuela. No éramos muchos niños. Además, nos conocíamos entre todos. Sabíamos quiénes eran los bufones de la clase, los inteligentes, los burros y los raritos. Seguramente, si no hubiese recibido los consejos de mi madre a tiempo, a mí me habrían tachado de rara y burra. No tenía las mejores notas, pero sí gustos un tanto extraños. Me agradaba escuchar el sonido que emitía la tiza cuando pegaba con la pizarra al momento en que alguien se ponía a escribir, también el ruido de los libros cuando se pasaban de una hoja a otra o el movimiento constante de los pies que producían un ligero golpeteo contra el suelo. «Perfil bajo y buena cara», me decía mi madre. Pues claro, sabía qué clase de hija tenía. Porque, ¿qué niña iba a la escuela nada más para distraerse con los ruidos del ambiente? Sin querer jugar a las muñecas con sus otras compañeras o al balón con los niños. Solo escuchar. Pero, para mi buena suerte, mis intereses pasaban desapercibidos. A todos les regalaba una sonrisa, y como tenía la misma sonrisa grande de mi madre, les gustaba juntarse conmigo. Aunque no me apetecía dirigirles la palabra para no gastar mi energía en un tema que en realidad no me importaba conocer, igual les agradaba mi compañía. Iban unos, me contaban sobre ellos, se iban, venían otros. Así me pasaba mis horas de receso. Hasta que decidí perder mi tiempo de una manera más interesante. Entonces me llamó la atención meterme en la pequeña biblioteca de la escuela, donde sabía que iba a hallar cualquier tipo de libro. Y sí. Lo malo es que todos estaban desgastados y tachados con tinta. De igual forma, me llevé unos cuantos. Poco a poco, me fui apartando de mis compañeros. Solo convivía con los que me parecía que tenían conversaciones divertidas. Me gustaba mucho reír, aunque a esa edad jamás solté una carcajada. Aun así, tenía conmigo en mis horas libres una vista espectacular y unas muy buenas historias.

Por eso cuando cumplí la mayoría de edad, sabía lo que quería hacer por el resto de mi vida.

—Quiero ser escritora —le confesé a mamá, cuando no noté expresión alguna en su mirar, añadí—: Me mudaré a la ciudad.

Ella se levantó de su silla para tomar un plato limpio de la alacena y me sirvió una porción de arroz y otra de frijoles con queso ranchero. Me pasó dos tortillas bien calientes y colocó en el centro de la mesa un molcajete lleno de salsa.

—Me parece muy bien —contestó—. Serás una gran escritora.

Y por esa respuesta, me pasé toda la hora de la comida con buen humor.

Mi madre era una mujer preciosa, lo rubio de su cabello caía por sus hombros como una cascada de ondas espirales, rozando su piel blanca y aterciopelada, tenía los pómulos prominentes, casi como una estrella de cine, sus cejas no eran pobladas, pero se arqueaban lo suficiente para hacer relucir el espeso de sus pestañas negras y sus ojos de tono caramelizado, y su boca, tan bella que era su boca, su labio superior no destacaba en cuanto a grosor, era más bien fino, pero el inferior tenía la medida ideal, carnoso y redondeado, solía pintarlos de rosa durazno para hacer juego con el color tenue de sus mejillas. Su figura ósea era delicada y agradable a la vista. Yo había sacado los ojos pardos de mi padre, el color olivo de su piel, lo castaño de sus rizos definidos y también su nariz un poco ancha aunque respingada. Jamás lo conocí, pero mi madre conservaba muchos recuerdos de él y me los contaba con alegría, aunque a veces se le escapaba alguna que otra lágrima y se le cortaba la voz a media plática. Por supuesto que la entendía. Y es que no es fácil hablar de la persona que aún amas cuando ya no está presente. Saber que todas esas cualidades que en algún momento te hicieron sentir enamorada y que esos defectos que te hacían sentir más viva, más humana, se debían conservar ahora solo en la memoria. Es difícil de asimilar. Por eso, aunque los ojos de mi madre desprendían una luz verdaderamente hermosa, la mayor parte del tiempo parecían estar tristes y decaídos. Solo cuando yo pasé por algo similar a lo de ella, entendí por fin su forma de mirar a la gente, entendí por fin esos ojos y sus ojeras, comprendí sus cortas respuestas y sus suspiros agotados, el ajado de sus manos y lo arrugado de sus prendas, lo reseco de sus labios y lo opaco de sus uñas. Cuando me pasó a mí, por fin entendí cómo una belleza como la de ella podía acabarse de esa forma tan apresurada, y eso, precisamente, me hizo darme cuenta de que mi madre tenía el rostro más dulce, tierno y amoroso que jamás había visto. Y así lo tuve yo también. Eso era lo que nos hacía sentir más unidas la una de la otra.

Quizás no tenía una familia grande, quizás no era buena haciendo amigos, tal vez en las reuniones o en las presentaciones de mis libros no socializaba mucho y me consideraban una escritora muy apartada, algo apática, aunque siempre sonriente. Pero sí tenía alguien, la tenía a ella, a Beatriz Núñez, mi amada señora. Con eso me bastaba cualquier cosa.

Las pocas personas que realmente eran cercanas a mí, lo sabían. Supongo que por eso no le iba a costar a nadie de ellas dar con mi ubicación. Y es que hubo alguien que me encontró más rápido de lo que me pude imaginar.

Alguien que creí que no volvería a ver nunca.

Alguien que creí que no volvería a ver nunca

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⏰ Última actualización: Feb 10, 2023 ⏰

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