Romeo y Julieta

La fiesta de los Capuleto

Mientras tanto, el conde París pedía a Capuleto la mano de su hija.
—Julieta es muy jóven aún. Esperemos al menos dos años. De todos modos, puedes intentar ganarte su amor, y si lo logras podréis casaros. Está noche hay una fiesta en mi casa, estás invitado.
  Más tarde, Capuleto llamó a un criado y le tendió un papel.
—Invita a la fiesta a todos los que aparecen en esta lista.
   El criado, aunque era analfabeto, cogió el papel y se fue. Por el caminó se cruzó con Romeo y Benvolio y les pidió que leyeran los nombres. Al hacerlo, Romeo vio que Rosalina estaba entre los invitados.
  —Muchas gracias por la ayuda —les dijo el criado—. Vengan a tomar una copa de vino a casa de los Capuleto está noche, siempre que no sean Montesco.
—¡Es tu oportunidad! Acudirán muchas jóvenes hermosas —dijo Benvolio.
—Iré, pero solo para ver a Rosalina —replicó Romeo.
    Llegó la hora de la fiesta y los dos amigos se presentaron allí con unos antifaces, para no ser reconocidos.
Al poco tiempo, Romeo quedó maravillado al ver a una jóven que le hizo olvidar a Rosalina.
—Benvolio, llevabas razón —dijo Romeo mientras miraba embobado a Julieta—. ¿Crees en el amor a primera vista? Acabo de enamorarme, nunca antes había sentido algo así... Tengo que conocer a esa chica, ahora vengo.
  Muy decidido, se acercó a Julieta. La saludó y le cogió las manos.
—Tus manos son tan suaves que he de besarlas —y así lo hizo.
Julieta, sonrojada, le dedicó una sonrisa a Romeo.
  Apenas unos minutos después, se acercó la nodriza de Julieta y le dijo que su madre la buscaba. La jóven se despidió y Romeo aprovechó para preguntar a la nodriza quién era su madre.
—Oh, no... Me he enamorado de la hija de nuestro gran rival —murmuró desconsolado.
  En ese instante, la voz del señor Capuleto interrumpió sus pensamientos:
—Amigos, muchas gracias por hacer venido. Ha sido una gran fiesta, pero ya es hora de terminarla.
Julieta le pidió a su nodriza.
  —Antes de que se vaya, averigua quién es ese joven y si está comprometido.
  —Es Romeo, un Montesco. El único hijo de nuestros enemigos —le explicó está.
—No puede ser... Lo único que quiero ha nacido de lo único que odio —murmuró Julieta decepcionada.
  Cuando se marcharon todos, Julieta subió a su habitación. Desde el balcón habló a la luna.
—¿Por qué te llamas Romeo? ¿Por qué eres un Montesco? Tu apellido es mi único enemigo, pero ¿qué importa un nombre? Si una rosa se llamará de otra manera, olería igual de bien... ¡Cambia tu nombre, así podremos estar juntos!
De repente, una voz le contestó.
Era Romeo, que se había escondido bajo su ventana para verla de nuevo.
—Llámame <<Amor>> —le dijo.
—¿Cómo has entrado? ¿Qué haces aquí? ¡Si te ve mi familia te matará! —le dijo Julieta nerviosa.
Romeo ignoró sus palabras, subió al balcón y le dijo:
—No quiero vivir sin tu amor.
—Se sincero: ¿me amas?
—Te lo juro por la luna que brilla sobre nosotros dos —contestó él.
—No jures en nombré de algo que cambia a menudo, no quiero que tú amor cambie igual a ella.
—Dime entonces por quién debo jurarlo.
—Dame tu palabra y yo te creeré. O mejor, no lo hagas, es demasiado pronto. Dejémoslo así, ya veremos qué ocurre entre nosotros. Adiós.
—¿Me dejas así? —dijo Romeo desconcertado.
—¿Así cómo? ¿Qué quieres?
—Que me prometas que me quieres.
—Ya te he dado mi amor sin que me lo pidas, me  gustaría dártelo de nuevo otro día.
—Entonces, ¿me quedo sin el?
—Te lo quito para ofrecértelo otro día. Silencio, alguien me llama, ahora vuelvo.
Unos minutos más tarde, regresó Julieta; había conseguido que su nodriza se marchara sin sospechar nada. Se acercó a Romeo, que seguía enganchado en la balaustrada, y le dijo:
—Querido Romeo, si me amas tanto como para casarte conmigo mañana, mándame una nota con un lugar y una hora, iré donde me digas.
Los dos enamorados estuvieron hablando durante toda la noche, hasta que Julieta le dijo:
—Es casi de día, tengo que dejarte. Buenas noches, Romeo.
—Buenas noches, Julieta —contestó él viendo alejarse a su amor.
<<Tengo que hablar con el fraile Lorenzo. Él me ayudará>>, se dijo.