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El día que la conocí llovía a cántaros, y el suelo del patio estaba repleto de charcos. Recuerdo que la profesora nos había hecho formar una fila, al resguardo del estrecho porche del colegio, mientras decía nuestros nombres en voz alta. Cada vez que pronunciaba uno, un paraguas de colores se adelantaba y cruzaba la puerta de entrada.

Mi apellido me había relegado al final de la lista, como siempre, de modo que me entretuve observando cómo las suelas empapadas de mis zapatillas formaban pequeñas burbujas oscuras sobre las baldosas sucias. O, al menos, lo hice hasta que escuché su nombre.

Temperance Smith.

En cuanto la profesora lo pronunció, recuerdo que empezamos a mirarnos unos a otros, deseosos de identificar la única novedad de este curso. Carlton, al noroeste de Oregón, era una ciudad demasiado pequeña como para atraer gente nueva, sobre todo porque la oferta académica se reducía a un único colegio que enseñaba hasta tercer grado. Después, todo el mundo continuaba sus estudios en la ciudad vecina de Yamhill.

Pero allí estaba ella. Con un abrigo rosa, un gorro de lana gris y una sonrisa a la que le faltaban las palas delanteras, abriéndose paso entre mis compañeros con su bastón blanco.

Nunca me pareció especial. Tiempo después, ya pasado el alboroto inicial a causa de su llegada ━era casi ciega, lo que implicó varios cambios en la forma de impartir las clases━, descubrí que Temperance Smith era solo una chica como otra cualquiera, con un nombre tonto y pretencioso escogido por sus padres para hacerla destacar en algo. No era particularmente buena haciendo deporte, ni recitando, ni se le daban bien las mates. Tampoco era la más lista, ni la más graciosa, ni la que tenía el pelo más bonito. Para mí, Temperance Smith era tan corriente como su apellido, así que dejé de prestarle atención muy pronto.

Por aquel entonces, a mí ya me entusiasmaba la música. Mi madre me había comprado una guitarra en mi último cumpleaños y, aunque no podíamos permitirnos un profesor particular, la señora Horan nunca tuvo problema en echarme una mano después de clase. Era una mujer encantadora, una apasionada de multitud de géneros que soñaba alto y volaba bajo, siempre anclada a su humilde puesto como profesora de música. Su marido, el señor Horan, tenía una granja a las afueras con algunos viñedos y un montón de gallinas famosas por producir los mejores huevos de todo Carlton.

Cada vez que le preguntaba si nunca había pensado en marcharse de allí, en huir a otra ciudad más grande como Portland o incluso Nueva York, ella se reía y me decía que la acústica siempre era mejor en lugares tranquilos, sin ruido de fondo que distorsionara las notas.

Como decía, Temperance Smith nunca había llamado mi atención. Al menos hasta aquella tarde de jueves, cuando me encontré a la señora Horan en la puerta del aula de música. Llevaba el abrigo puesto y tenía cara de circunstancias. Al parecer, su marido se había roto una pierna mientras podaba unas cepas y habían tenido que trasladarlo al hospital.

━Pero no te preocupes ━me dijo, ajustándose la gruesa bufanda alrededor del cuello━. Temperance Smith te ayudará con la clase de hoy.

Quise reírme. Lo hubiera hecho, de no estar tan enfadado. No solo porque acabase de cancelar mi clase, sino porque se atreviera a insinuar que Temperance Smith tenía algo que enseñarme a mí. A mí, que llevaba varios años tocando la guitarra y que, en palabras de la propia señora Horan, poseía un don especial. Con diez años, había avanzado más que muchos adultos a los que ella había impartido clases. Así que, ¿qué podía aportarme una niña cuyo máximo prodigio musical había consistido en sujetar las maracas por el lado correcto? Absolutamente nada.

Y eso fue lo que le dije.

━No necesito que Temperance Smith me ayude. Necesito que usted me ayude. Ella no entiende de música. Dudo que sepa siquiera lo que es un acorde.

Todos los colores del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora