CAPÍTULO III - MASTERS OF WAR

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- Existe una verdad irrefutable, ineludible y omnipresente en la humanidad desde los orígenes de nuestra corta historia. Y esta no es otra que el miedo. El miedo invadió y perturbó ya a los hombres aborígenes que, en el amanecer de la vida, se encontraron presos en un Estado natural y salvaje, que privaba a la especie de una de sus más fundamentales y discernibles características: la razón y, por extensión, cualquier tipo de derecho básico cuya necesidad y lógica fueran descubiertas por la primera. En la igualdad de todos los humanos y en su respectiva libertad total residía, pues, el caos y la confusión, el temor y  la agonía productos de la falta de garantías de orden y seguridad. El miedo constituía el protagonista del panorama originario de nuestra especie, y no parecía presentar atisbo alguno de abandonarnos... O eso parecía hasta que, en cierto punto, unos pocos intelectuales primitivos comenzaron a alejarse de ese idealismo utópico e imposible de "igualdad y libertad" y abrazaron lo pragmático, verosímil y realista; llegando de este modo a la conclusión de que era un poder absoluto, un poder en la cima de una pirámide jerárquica bien organizada lo que traería estabilidad y las susodichas orden y seguridad, aniquilando, por ende, al susodicho miedo. Se llega así a un pacto al fin racional, en el que los humanos acceden a convertirse en ciudadanos de una sociedad civilizada a cambio de la renuncia a ciertos derechos individualistas que se convertían en egoístas al cohibir de su existencia a los realmente importantes, ahora garantizados gracias a un nuevo poder absoluto que regiría en justo puño de hierro esta denominada sociedad. No obstante, fue en la ya arcaica edad cuando los empedernidos y persistentes intelectuales se percataron de que ese poder absoluto estaba corrompido y maldito por la incapacidad de la especie humana de gobernarse a si misma. El humano que se situaba en la cúspide de la pirámide era fácilmente corrompible por el poder y los vicios, abandonaba la moral y sometía al pueblo, imbuido su ser en una enfermiza tiranía. Fue entonces cuando nuestra especie entró en la mayor de sus crisis, el preludio de un raudo y veloz ocaso hacia la extinción... ¿Qué sería de unos seres que, a pesar de poseer el más magnífico de los dones, la razón, no eran capaces de usarla correctamente y, por ende, de gobernarse autárquicamente como reyes de la cadena evolutiva que eran? Pero, cuando la vuelta al caos natural ya se trasladaba de la distopía a la realidad, en aquel momento, fuimos bendecidos por la mayor de las fortunas, aquellos intelectuales que persistieron por una justa organización para sus patrias recibieron una divina respuesta a sus arduos esfuerzos. Nacido de la nada, por el milagro innato, a manos del más magno de los emperadores, surgió el PRIMO DEUS, y con él toda una raza de seres concebidos por este ser andrógino para ser perfectos y omnipotentes: los dioses. Recibió pues por fin la humanidad la solución a todos sus problemas: podría volverse a esa racional pirámide jerárquica, cuya cúspide sería ocupada ahora por magnas divinidades que no cederían ante la injusticia. Se ofrece así la posibilidad de renovar ese pacto social y las libertades individuales fútiles e insignificantes pueden ser sacrificadas por un gobierno absoluto que ahora garantizaría la seguridad y el orden. Pero la falta de fe de la enferma y desquiciada sociedad moderna le ha hecho renegar de esta magistral sociedad, y no ve en los dioses nada más que una amenaza déspota, sin percatarse de que nos salvan justo de eso... ¿¡Qué dirían aquellos nuestros antepasados, viendo cómo sus sucesores recaen en aquel  idealismo utópico del que tanto les costó emanciparse, viendo cómo insisten en la imposibilidad de gobernarse a ellos mismos, recayendo en el caos y la injusticia!? Pueblo de Calípolis, el Partido de La Conservación del Pleno Derecho Divino ha nacido en el seno de ese estado organizado por la bendita razón y no descansará hasta volver a verlo vigente, por lo que, os ruego desde lo más profundo de mi bienaventurada alma, oh, hermanos míos, que en las vecinas elecciones no votéis bajo la influencia del romanticismo o el endiablado idealismo, sino que lo hagáis desde el más hondo de los raciocinios. Gracias por vuestra atención.

El auditorio estalló en sórdidos aplausos que desafiaban la barrera del sonido. Desde el altar levitante que se erigía en el centro, Sepioso le dedicó a su adulador público una sonrisa que distaba años luz de la sinceridad. Acto seguido, hizo descender su posición rápidamente y desfiló en veloces pasos hacia la salida del mismo.

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