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Una tarde de mayo mi abuela tuvo una seguidilla de convulsiones que se repitieron cada dos minutos por al menos seis horas, hasta que una ambulancia de emergencias se dignó a aparecer. Mientras convulsionaba, y yo sin poder hacer más que esperar a que estas cesaran, sujeté su mano y ella me correspondió con mucha tenacidad. Pues estas convulsiones repetitivas le generaban una especie de ataque de pánico, pero no un episodio de pánico del aspecto psicológico cuando crees que estás a punto de morir, o cuando tienes una crisis emocional, sino el tipo de pánico que los actores de las películas tanto exageran. Del tipo de pánico que te dilata las pupilas y te genera ojeras instantáneas. Del tipo de pánico de estar observando un edificio de sesenta pisos a punto de venirte encima, del tipo de pánico que pocos han experimentado cara a cara. Ella lo sufrió durante horas, cada dos minutos. Y yo solo tenía para ofrecerle mi mano y mi voz.

Porque estuve a su lado desde los doce años y seguí estándolo aunque ya no me necesitaba, más que nada para saciar su capricho conmigo. Si, dije capricho. Nunca es tarde para obtener un nuevo capricho, puede ser a los cinco años, a los treinta o a los ochenta. Porque la mal acostumbré a mi, porque le di a entender que yo no tenía más vida que la que tenía junto a ella, porque le di a entender que el tiempo no pasaba para mi, que yo no crecía, que yo no tenía vida social, que yo no maduraba, que yo no necesitaba salir a trabajar o salir a estudiar. Que yo seguía siendo toda suya porque sabía que cualquier otro la trataría como "se trata a los niños"; porque eso es lo que suelen decir de los viejos, que son como niños, que hay que tratarlos así, y entiendo el punto y entiendo la paciencia que se requiere vivir a la altura de un viejo que tiene todo un historial de vida detrás al que nosotros no le llegamos ni por la mitad. Pero sobre todo la mal acostumbré a mi presencia, porque yo sabía bien que tenía pesadillas y que nunca se irían, así que no iba a ponerme a pensar en mi y comenzar a vivir aún. Ni en ese entonces, ni cuando ya no me sujetó la mano, ni cuando ya dejó de hablar o de moverse.

Porque la pesadilla que mi abuela vivió, solo se podía terminar cuando dejara de vivir. Y yo la acompañaría hasta el último aliento.

Todo comenzó en Paso de Los Libres, Corrientes; Argentina. (1940-1950)

Mi abuela era La Gringa, en ese entonces. La única hija rubia y blanca de la Granja de Modesta Gonzalez: una mujer solterona que costeaba una familia numerosa vendiendo queso y leche a un regimiento de la zona. Modesta tenía fama de ser una mujer rígida, pero lo que tenía de dura lo tenía de trabajadora, y como estamos hablando de la década del 40', también lo tenía de explotadora.

Paso de Los Libres está entre el límite de corrientes con Brasil, en un ambiente migratorio el pueblo tenía una población afro-descendiente y mestizada. Modesta Gonzales era blanca, pero sus hijos no, salvo por mi abuela, la menor, y su hija más grande: Alejandrina.

El papá de mi abuela, y suponiendo que de todos los demás hijos, se había marchado ya hace tiempo, incluso antes de que mi abuela naciera. Pero esa persona era un tema que no se tocaba en la familia, aunque tratándose de Modesta Gonzalez, ningún tema era tratado en esa familia.

Todos los niños y adolescentes tenían un rol que cumplir en la granja, lamentablemente muy pocos roles de niño mientras la señora de la casa estuviera viva. Mi abuela era la más pequeña de todos, y siempre fue la más vigilada. Ella no era solo La Gringa de la granja de Modesta, sino que era La Gringa del pueblo. Supongo que esta cualidad era demasiado preciada para su madre, quien la tenía bajo las polleras hasta que mi abuela alcanzó una edad suficiente en la que ya no cabía debajo, ni detrás de su madre.

Sus hermanos varones iban a la escuela del pueblo, y luego le siguieron las niñas. Sus impolutos guardapolvos blancos y su bolsita de tela de arpillera donde guardaban el cuaderno Gloria eran el objeto más anhelado de la pequeña Stela. Pero lo anhelaría toda su vida, la pobre. Porque Modesta Gonzales le tenía terminantemente prohibido pisar un colegio, incluso atravesar el vallado que separaba sus tierras del resto del pueblo.

Lo que Modesta no entendía era que no puedes privar a un niño de ser un niño, y lo que hoy en día nos parece una violación a los derechos del niño aberrante, en aquel entonces era algo habitual: que los niños no tuvieran voz. Al fin y al cabo, Modesta era mujer, y mucha voz las mujeres tampoco tenían. Solo se requería el carácter inquebrantable y macizo de Modesta para ganarse un mínimo de respeto y un lugar en la comunidad, como comerciante. Eran una familia de bien, a los que nunca les faltó nada, gracias a los trabajos de esta madre soltera que dejó mucho que desear hasta el día de hoy, si me lo preguntan.

Mi abuela tenía el cabello tan platinado como el oro, a medida que pasaban los años las puntas acariciaban sus muslos, pero Modesta nunca permitiría que una niña decente, y menos siendo su hija, ande luciendo su rubia y suave cabellera al natural. Se encargaba una vez por semana de ajustar unos rígidos pares de trenzas que le cayeran a los costados. Y cuando se trataba de vestidos, tenían que ser confeccionados con tela sin estampados, de colores tristes y hecho con sus propias manos; pues se aseguraría de no mostrar más piel de la necesaria. Con respecto al calzado, eso si, no tenía nada de indecente ir descalzos y los niños del campo no sabían lo que eran los zapatos por esos entonces, igualmente. Unas alpargatas eran la ropa de lujo para ir al colegio, pero la pequeña Stela tenía prohibido ir a uno, ¿recuerdan? Así que unos misteriosos pares de zapatos y mudas de ropa y guardapolvos blancos sin estrenar estaban reservados, o mejor dicho, escondidos en la parte más alta del armario para que mi abuela no pudiera alcanzarlos, incluso si los viera.

Yo recuerdo mi infancia, por muy golpeada que esta fuese, los momentos más vívidos en mi memoria son aquellos en los que solía jugar en la calle, trepar árboles, corretear o hacer tortitas de barro. Y por supuesto que mi abuela no era muy distinta, ¿que otra cosa puede hacer un niño solo que vive en el campo, y no le dejan ir a la escuela?

Salir a jugar y a explorar.

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⏰ Última actualización: Feb 23, 2023 ⏰

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Estela, La gringaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora