Capitulo 4. SINFONÍA DE UN SUEÑO

6 1 0
                                    

—¡Despierta, despierta! —la voz distante resonaba en un eco inquietante.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Dom, y la sensación de frío se apoderó de él, como gélidos dedos que acariciaban su piel. Intentó abrir los ojos, pero solo encontró la oscuridad, un abismo sin fondo que lo envolvía en su manto insondable. La incertidumbre se apoderó de sus pensamientos, sin conocer el lugar en el que se encontraba ni entender cómo había llegado allí. Un aire pesado y opresivo colmaba la atmósfera, añadiendo una carga angustiosa a su entorno.

La sensación de caída y la pérdida de control sobre su propio cuerpo lo sumergían en un estado de vulnerabilidad y desorientación. Era como si estuviera atrapado en un sueño oscuro y perturbador, incapaz de despertar y escapar de la realidad distorsionada que lo aprisionaba.

En la penumbra, intentó mantenerse inmóvil, cerrando los ojos con la esperanza de que este fuera solo un episodio onírico. No obstante, al abrirlos nuevamente, una luz cegadora lo aturdió, revelando una escena desgarradora: el cuerpo inerte de Ana yacía en el suelo. Una lágrima solitaria surcó su mejilla, y Dom se arrojó al suelo, sosteniéndola con desesperación, colocando su cabeza en sus piernas. Un grito desgarrador escapó de sus labios al enfrentarse a la cruel realidad de la mujer que amaba, ahora sumida en la quietud de la muerte.

De repente, una nueva sensación lo envolvió: el suelo se desvanecía bajo sus pies, como si un abismo infinito se abriera debajo de él. La caída libre lo sumía en una vulnerabilidad aún mayor, sin saber si algún día tocaría nuevamente el firme suelo o si seguiría descendiendo hacia la oscuridad sin fin.

—¡Despierta, idiota! —un grito resonó directamente en su oído, rompiendo la ilusión del oscuro abismo en el que se encontraba.

Abrió los ojos, solo para descubrir un techo plagado de suciedad y telarañas. El olor a humedad y descomposición era tan espeso que parecía asfixiarlo, añadiendo una capa adicional de desconcierto a su ya confusa situación.

Dom examinó su entorno, percatándose de la celda diminuta en la que estaba confinado. La oscuridad y la humedad se cernían sobre él, con un techo cubierto de musgo del que caían esporádicas gotas de agua, resonando como un eco desolador en las paredes de piedra. El penetrante aroma a moho y humedad se mezclaba con la persistente fragancia de metal oxidado proveniente de las cadenas que lo habían mantenido prisionero.

La única fuente de luz provenía de una diminuta ventana en lo alto de la pared, un haz de claridad que apenas lograba iluminar una pequeña fracción de la celda. Dom podía sentir la desesperanza impregnando el aire, como si cada rincón de aquel lugar hubiera absorbido la resignación de los prisioneros. A pesar de la oscuridad, percibía las sombras de otros confinados en celdas cercanas, como si aguardaran en silencio su eventual liberación.

La sensación de claustrofobia y opresión le provocó un estremecimiento. No obstante, una voz emergió de la oscuridad de su propia celda, sacándolo de su momentáneo ensimismamiento.

—¿Te sientes mal? ¿O será que ya te has acostumbrado a este sombrío entorno? —la voz, cargada de un tono sarcástico, flotaba en el aire enrarecido de la prisión.

La pregunta de la misteriosa figura de orejas puntiagudas tomó por sorpresa a Dom, generando un leve sentimiento de incomodidad que se mezclaba con la gratitud de tener compañía en aquel rincón sombrío y desolado.

—Para ser sincero, es apenas la segunda vez que piso un lugar como este —confesó Dom, su voz transmitiendo una calma que sugería una resignación ante la situación.

El enigmático sujeto rió, buscando establecer un vínculo de confianza.

—¿Y por qué te encerraron? —inquirió, mostrando curiosidad—. Nunca he visto a alguien como tú por aquí.

Guerra de razas : Sangre DivinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora