La Espera

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Hürrem Sultan y Firuze Hatun lucían vientres prominentes, marcados por el paso de cinco meses y medio de gestación. Dos mujeres, dos mundos, dos destinos condenados a chocar.

Ya no se cruzaban por los pasillos del harén. No por falta de intención, sino por imposición. Hürrem no podía salir de sus aposentos sin arriesgar la vida de Firuze... o la suya.

Daye Hatun, señora del orden y del silencio, había logrado lo imposible: confinar a la Hatun como si fuese una criada cualquiera. ¿Cómo lo hizo? Fácil. Una amenaza velada a Afife Hatun bastó. "Si pisa el suelo fuera de su habitación, Firuze será estrangulada. Y tú... la seguirás." Afife, horrorizada, cedió. Así, Hürrem se volvió dueña y señora de su propio palacio dorado.

Pero lo más difícil no era esa prisión de sedas y guardias. No. Lo más difícil eran los niños. Los hijos de la tormenta.

—¡BASTA! —rugió Hürrem, su voz retumbó entre columnas de mármol blanco y cortinas de brocado.

—¡NO! —gritaron al unísono Bayaceto y la pequeña Beyhan, en plena batalla por un juguete de madera tallada.

—¡Perfecto! Los enviaré con su padre. Él sabrá qué hacer con ustedes.

La amenaza bastó. Ambos niños se congelaron.

Bayaceto corrió a esconderse tras su hermano Selim, con la mirada temblorosa. Beyhan, digna hija de su madre, cruzó los brazos, molesta.

—Madre... Bayaceto y la sultana Beyhan ya no discutirán entre sí —intervino Mehmed, el príncipe heredero, entrando con la autoridad que solo la sangre del trono puede otorgar. Beyhan se escondió tras él, como si su sola presencia pudiera protegerla del juicio de la Haseki.

—Beyhan, ven. Juguemos en el jardín —propuso Selim con dulzura. La niña, de cabello castaño claro y mirada desafiante, aceptó sin dudarlo. Ambos corrieron entre risas, dejando tras de sí un silencio denso.

Hürrem tocó su vientre y suspiró con pesar.

—¿Madre? ¿Se siente bien? —preguntó Mehmed, acercándose.

—La vida se me vuelve un campo de batalla, hijos míos... y sus hermanos no quieren colaborar.

—No tema. Le ayudaré con el nuevo príncipe —aseguró Mihrimah, sentándose junto a ella.

—Sí, madre. Confíe en nosotros —añadió Mehmed.

Hürrem los miró. En sus ojos brilló una chispa de ternura... y tristeza.

—Tú ya tendrás tu harén —dijo, dirigiéndose a Mehmed—, Selim, ya tiene sus propios aposentos. Pronto... ni me verán el rostro.

La Haseki quiso sonreír, pero sus ojos se nublaron. ¿Desde cuándo llorar se volvió tan fácil?

—Oh, madre... —susurró Mihrimah, abrazándola con ternura.

Los príncipes se miraron entre sí. Suplicaron a Allah por paciencia. Su madre, aquella mujer fuerte como el acero, estaba más frágil que nunca.

🥀

—¡Estoy harta, Afife! ¡Esa mujer controla todo! —vociferó Firuze, acariciando su vientre mientras paseaba de un lado a otro en su habitación decorada con motivos persas.

—No es culpa de la Haseki... —intentó calmarla la matrona.

—¿Entonces es mía acaso? —exclamó Firuze, ofendida.

—No... pero Su Majestad no puso un alto a Daye. Ni a nadie.

Firuze se dejó caer sobre los cojines de terciopelo.

Serpiente Rusa |En Edición|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora