La implacable guerra había debastado la más mínima traza de tranquilidad de mi reino, Myrianz del Norte. Durante casi veinte años valerosos hombres habían brindado su honor y su sangre. Ya combatir se había convertido en una tradición invaluables. Los caballeros sacrificaban en los campos de batalla. Los teñían con sus cuerpos muertos o heridos y los del enemigo.
Cuando cumplían dieciocho otoños se lanzaban contra el agresor sin siquiera preguntar el por qué del conflicto en primer lugar.
A los que regresaban de la contienda de le brindaban honores y la más gigantezcas de las celebraciones. Todo a cargo de palacio: carnes, vinos y el mejor pan que un mortal pudiera degustar.Mi amado marido, señor, y rey de Myrianz del Norte, Christof Alejandro IV se aseguraba de hacer sentir como dioses a los sobrevientes y como la mayor escoria a los prisioneros. En los calabozos de palacio se extendía una sublime red de calabozos y cámaras de tortura donde el más diestro del silencio perdía la batalla. Y era yo, Mariam Isabela, la reina y supervisora de que la labor de hacer cantar a esas aves de rapiña de cumpliera.
No me molestaba en lo absoluto ver su sangre y cuerpos dañados por doquier. Si hago mía la sinceridad: Lo disfrutaba hasta el extremo de llegar a temerme a mi misma.
Desde mis primeros andares por el mundo había sentido predilección por el rojo y así pedí se pintara todo el palacio. Ese era color de mis más caros vestuarios y de los de mi hija. Como sangre era el techo, las alfombras, los adornos, mis joyas más amadas, la ropa reglamentaria de los empleados. Roja era la armadura de los grandes oficiales de nuestro ejercito a petición mía. Porque no había reclamo que mis labios hiciesen que mi esposo no cumpliera al pie de la letra. Más que su reina y cónyuge, era su amiga, su baúl de los secretos, la dama de su luz y su loba de la absoluta oscuridad. El ser en el que más confiaba. Y yo lo amaba, tanto que me sentía incapaz, como ser terrenal, de hacerle ver mis sentimientos como hubiese deseado.
Su rostro tallado por el cinsel más diestro mi ignotizaba. Su figura de esbelta y regia tan semejante a los robles del jardín imponía respeto con nada más que su presencia. Inteligente, de enorme carisma y excelente estratega militar. A la vez tan dulce de sentimientos como las bayas rojas que hice sembrar por todo el lugar al ser mis favoritas. No así con los reos. Con ellos era fiero. Los odiaba. Malditos y cobardes. Sucios y rastreros. No toleraba verlos por demasiadas horas.
Por tal motivo, comencé a hacerme cargo de inspecciones en las mazmorras.Si bien he decir que más de dos tercios de toda mi existencia se la dedicaba a mi hija Isis, a cuidar su educación aspecto y porte. Pasábamos largas horas en el invernadero de rosas, con las posaderas sobre bancos de mármol negro . Solíamos leer historias de reyes benevolentes y sabios, del mar y su belleza pero también de sus peligros. Mi voz vibraba mientras mis dedos pasaban las páginas. Abordamos la historia de nuestro reino mientras le iba dibujando al aire diseños de mapas. Mi retoño me observaba embelesada en mis palabras.
Isis es mi imagen. Bucles pardos hasta la mitad de su figura y ojos a juegos. La piel tersa y pálida como la ceda carente de tinturas. Isis no era del todo consciente del oscuro secreto de las mazmorras. Tampoco conocía la muerte y la guerra, ni de heridas, ni de gritos. Posterior a esas horas literarias Isis se retiraba a sus clases de idiomas y modales. Poco después del ocaso se incorporaba a la cena.
—¿Qué tal tu asado?
—Espectacular, como siempre, mi querido.
—¿Y tú, hija? ¿Considera que el cocinero hizo un buen trabajo?
—Por supuesto, padre. Usted busca a los mejores para que trabajen aquí.
—Me llena de júbilo sus palabras. Y le haré saber al cocinero sus impresiones.—Mencionó mi esposo y luego se dirigió a mí:—Mi reina, bebe tu té que no lo has tocado.