La extrovertida, att: Dorothea

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Durante la mayor parte de mi vida, he atravesado los corredores del internado preuniversitario en Pickering, Canadá

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Durante la mayor parte de mi vida, he atravesado los corredores del internado preuniversitario en Pickering, Canadá. Un lugar elogiado por generaciones, donde las relaciones se tejen casi tan estrechamente aunque no quieras.

El comienzo de clases siempre tuvo un encanto especial para mí. Sin embargo, este último año de preparatoria marcó un inicio diferente, lejos de los cuentos de hadas que uno anhela repetir. En este verano, descubrí mucho sobre mí misma, especialmente en mi cumpleaños, cuando me convertí en una especie de don nadie sin amigos.

No fue por falta de esfuerzo de mi parte, ni por haber cometido algún error. Más bien, todo lo contrario. Soy sociable, tal vez en exceso, y ahí radica el epicentro de mi dilema.

Me he percatado de que nunca he recibido cartas los viernes. El cartero nunca deslizó un sobre bajo mi puerta, y me graduaré sin conocer la sensación de recibir una.

Podría escuchar las voces de quienes no entienden, argumentando que no hay nada que no se pueda resolver con un simple mensaje de texto. Sí, es pleno siglo XXI y bla bla, las tecnologías avanzan; pero aquí, los celulares están prohibidos, o al menos requieren de ilustres calificaciones para obtener uno. Las cartas, en su sana y divertida forma de comunicar algo, se vuelven el tesoro más preciado y privado.

No me quejo, de hecho, ni siquiera el espíritu más rebelde en estos pasillos lo hizo jamás. Es como que, a tus 17 y 18 años, quieres reinventar el fósforo, a pesar de que ya existe. Pero, ¿qué tal si lo puedes hacer mejor o encuentras algo diferente? Parece que, mientras más complicado se nos vuelva, más nos atrae. Además, aquí todos crean sus propias reglas, y la necesidad de un celular se desvanece ante las murallas que nos limitan. Es nuestra sociedad.

Entonces, ¿por qué decidí hacer mi último año diferente?

Porque descubrí que no tengo amigos. No tengo a quién llamar si me siento mal, ni a quién recurrir cuando quiero llorar. A pesar de tener muchos a mi alrededor. Después de ocho años construyendo mi vida aquí, nadie se ha tomado el tiempo de conocerme.

Me siento como un tanque, resistiendo todo el daño, pero nadie se ha dado cuenta de que detrás del blindaje hay alguien conduciendo. Y ese alguien, al parecer, es invisible.

¿Mi dolorosayrealistaconclusión?

Nadie. Me. Conoce.

Nadie. Jamás. Me. Ha. Escrito. Una. Carta.

Si tengo que buscar motivos, no podría empezar diciendo que hay tal cosa. Más bien; hay culpa. ¿Y de quién es? Pues, de mi desbordante personalidad extrovertida.

Soy la extrovertida que se esfuerza en conocer a los demás, en comunicar e integrar, en demostrar y vivir cada experiencia. Pero, al final, nadie se ha detenido a conocerla, asumiendo todo por su naturaleza "demostrativa".

¿Me cansé o me cansaron? No lo sé. Pero al ver mis ojeras y el rostro medio decaído, puedo afirmar que estoy agotada, y creo que a mis 17 años, tomar la decisión de bajar el interruptor de la intensidad ha sido la mejor de todas.

En mi último año en este internado, quisiera culminarlo de manera digna.

Estando aquí, viendo el pote de helado de chocolate en mi regazo y la pantalla congelada con el rostro de Shrek un martes por la noche, puedo decir que no me quejo.

Las cosas están bien, al menos en lo caótico que siempre anduvieron.

Por lo menos, ahora envío cartas.

Por lo menos, ahora envío cartas

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