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Comenzó su nueva vida de pie, en medio de la fría oscuridad y del aire viciado y polvoriento. Metal contra metal.

Un temblor sacudió el piso debajo de él. El movimiento repentino lo hizo caer y se arrastró con las manos y los pies hacia atrás. A pesar del aire fresco, las gotas de sudor le cubrían la frente. Su espalda golpeó contra una dura pared metálica; se deslizó por ella hasta que llegó a la esquina del recinto. Se hundió en el rincón y atrajo las piernas firmemente contra su cuerpo, esperando que sus ojos se adaptaran a las tinieblas. 

Con otra sacudida, el cubículo se movió bruscamente hacia arriba como si fuera el viejo ascensor de una mina.

Ruidos discordantes de cadenas y poleas, como la maquinaria de una vieja fábrica de acero, resonaron por todo el compartimiento, rebotando en las paredes con un chirrido apagado y férreo. El oscuro elevador se mecía de un lado a otro durante la subida, provocándole náuseas; un olor a aceite quemado saturó su olfato, haciéndolo sentir peor. Quería llorar, pero no tenía lágrimas; no le quedaba más que permanecer sentado allí, solo, esperando.

Me llamo San, pensó.

Eso era lo único que recordaba acerca de su vida.

No podía entender lo que estaba ocurriendo. Su cerebro funcionaba perfectamente, tratando de evaluar dónde se encontraba y cuál era su situación. Toda la información que tenía invadió su mente: hechos e ideas, recuerdos y detalles del mundo y su funcionamiento. Se imaginó los árboles cubiertos de nieve, corriendo por un camino tapizado de hojas, comiendo una hamburguesa, nadando en un lago, el reflejo pálido de la luna sobre la pradera, el bullicio de una plaza de ciudad. Sin embargo, no sabía de dónde venía, cómo había terminado dentro de ese sombrío montacargas ni quiénes eran sus padres. Ni siquiera tenía idea de cuál era su apellido.

Imágenes de individuos pasaron fugazmente por su cabeza, pero no reconoció a nadie, y sus caras fueron reemplazadas por siniestras manchas de color. No guardaba en su memoria ningún rostro conocido ni recordaba una sola conversación.

El elevador continuó con su ascenso, balanceándose; San se volvió inmune al incesante repiqueteo de las cadenas que lo llevaban hacia arriba. Pasó un largo rato. Los minutos se convirtieron en horas, aunque era imposible saber con certeza el tiempo transcurrido, ya que cada segundo parecía una eternidad. No. Él era inteligente. Sus instintos le decían que había estado moviéndose durante casi media hora.

Con sorpresa, sintió que el miedo desaparecía volando como un enjambre de mosquitos atrapados por el viento, y era reemplazado por una profunda curiosidad. Quería saber dónde se encontraba y qué estaba ocurriendo.

El cubículo se detuvo con un crujido; el cambio súbito lo arrojó al suelo duro. Mientras se levantaba con dificultad, sintió que la oscilación disminuía hasta desaparecer. Todo quedó en silencio.

Transcurrió un minuto. Dos. Miró hacia todos lados, pero no vio más que oscuridad. Tanteó las paredes otra vez en busca de una salida, pero no encontró nada, sólo el frío metal. Lanzó un gruñido de frustración.  El eco se extendió por el aire, como un gemido de ultratumba. El sonido se apagó y  volvió el silencio. Gritó, pidió ayuda, golpeó las paredes con los puños.

Nada.

Retrocedió nuevamente hacia el rincón, cruzó los brazos y se estremeció. El miedo había regresado. Sintió un temblor inquietante en el pecho, como si el corazón quisiera escapar del cuerpo.

—¡Ayuda, por favor! —gritó. Las palabras le desgarraron la garganta.

Un fuerte sonido metálico resonó sobre su cabeza. Respiró sobresaltado mientras miraba hacia arriba. Una línea recta de luz apareció a través del techo del ascensor y se fue expandiendo. Tras un chirrido penetrante vio un par de puertas corredizas que se abrían con fuerza. Después de estar tanto tiempo en la oscuridad, la luz lo encegueció. Desvió la mirada y se cubrió la cara con ambas manos.

Escuchó sonidos que venían de arriba: eran voces. El temor le estrujó el pecho.

—Miren al larcho ese.

—¿Cuántos años tiene?

—Parece un miertero asustado.

—Tú eres el miertero, shank.

—¡Viejo, huele a zarigüeya ahí abajo!

—Espero que hayas disfrutado del viaje de ida, Novicio.

—¡No hay pasaje de vuelta, hermano!

Sintió una ola de confusión mezclada con pánico. Las voces eran extrañas y sonaban con eco. Algunas palabras eran incomprensibles, otras resultaban familiares. Entrecerró los ojos y dirigió la mirada hacia la luz y hacia aquellos que hablaban. Al principio, sólo vio sombras que se movían, pero pronto comenzaron a delinearse los cuerpos: varias personas estaban inclinadas sobre el hueco del techo, observándolo y apuntando hacia él.

Y luego, como si la lente de una cámara hubiera ajustado el foco, las caras se volvieron nítidas. Eran todos muchachos: algunos más chicos, otros mayores. No sabía qué había esperado encontrar, pero estaba sorprendido. Eran adolescentes. Niños. Algo del miedo que sentía se desvaneció, pero no lo suficiente como para calmar su acelerado corazón. 

Alguien arrojó una cuerda con un gran nudo en el extremo. San primero dudó, pero después subió el pie derecho y se aferró a la soga mientras lo izaban hacia el cielo. Varias manos se estiraron hacia él, sosteniéndolo de la ropa y atrayéndolo hacia la superficie. El mundo parecía un remolino brumoso de rostros, colores y luces. Una avalancha de emociones le desgarró las entrañas; quería gritar, llorar, vomitar. El coro de voces se había apagado pero, mientras lo levantaban sobre el borde afilado de la caja negra, alguien habló. Supo que nunca olvidaría esas palabras.

—Encantado de conocerte, larcho —dijo el chico—. Bienvenido al Área.

Correr o Morir (Adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora